Que brille la Luz de Dios / Let God's Light Shine Forth: La vision espiritual del Papa Benedicto XVI (Spanish Edition) - Softcover

9780307276599: Que brille la Luz de Dios / Let God's Light Shine Forth: La vision espiritual del Papa Benedicto XVI (Spanish Edition)
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Aunque se desarrolló como un conocido líder de la Iglesia por varios años antes de convertirse en Papa, no cabe duda que ha habido poco conocimiento sobre el lado espiritual de Benedicto XVI. Ahora—por primera vez—se presenta una brillante exposición de las enseñanzas más inspiradoras del Papa en Que brille la luz de Dios. El editor Robert Moynihan nos ofrece una introducción breve a la vida y la obra del Papa Benedicto XVI y luego nos presenta una colección fascinante de sus palabras más inolvidables. En estas páginas, el Papa Benedicto XVI nos demuestra un Dios que es bueno, hermoso y verdadero—la fuente de la vida y del mundo. En los ojos de Benedicto, lo más importante en la vida de uno es descubrir y fomentar una relación significativa con Dios, porque éste es el camino hacia la felicidad más profunda y duradera que los seres humanos pueden experimentar. Aun en nuestros momentos más oscuros, él enseña, podemos guardar la esperanza que todo se resolverá de forma magnífica para así reflejar la gloria de Dios y brindarle muchas bendiciones a hombres y mujeres individuales. Desde su papel más temprano como maestro hasta sus primeras palabras como líder de la Iglesia Católica, la visión esperanzadora del Papa Benedicto se resume poderosamente en Que brille la luz de Dios.

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El Dr. Robert Moynihan es fundador y editor de la revista Inside the Vatican (Dentro del Vaticano), una publicación mensual sobre la Iglesia y los asuntos internacionales vistos desde Roma. Se le considera como uno de los analistas del Vaticano más importantes del mundo, y ha entrevistado al Papa Benedicto XVI en más de veinte ocasiones. Recibió su título de Doctor en Filosofía en estudios medievales de la Universidad de Yale y divide su tiempo entre Roma y Annapolis, Maryland.
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«Se supone que somos la luz del mundo, y eso significa que debemos permitir que el Señor se manifieste a través de nosotros. No deseamos ser vistos, sino que se vea al Señor a través de nosotros. A mi entender, ese es el verdadero mensaje del Evangelio cuando nos dice: “actuad de tal forma que quiénes os vean, vean la obra de Dios y alaben a Dios”. No se trata, pues, de que la gente vea a los cristianos, sino “por medio de vosotros, a Dios.” Por lo tanto, la persona no debe aparecer, sino permitir que Dios sea visto a través de su persona». —Papa Benedicto XVI, conversación con Robert Moynihan, 23 de febrero de 1993 «La presencia de Dios» El 19 de abril, en Roma, los cardenales de la Iglesia Católica eligieron al Papa Benedicto XVI, de setenta y ocho años de edad, para que se convirtiera en el 265º heredero del apóstol Pedro, en obispo de Roma y en líder de la Iglesia universal. El mundo quedó completamente atónito. ¿Por qué? En buena parte porque sorprendió que un grupo de cardenales entre el que se incluían representantes de países como Argentina, Nigeria e India no escogiera a un cardenal más joven y «progresista» del Tercer Mundo para que «reformara» y «modernizara» las doctrinas cristianas tradicionales e hiciera énfasis en los temas de justicia social. En vez de ello, eligieron a un anciano cardenal alemán, Joseph Ratzinger, quien, durante el cuarto de siglo anterior, como director de la principal institución doctrinal del Vaticano (la Congregación para la Doctrina de la Fe), se había labrado la reputación de ser un defensor de las enseñanzas tradicionales de la Iglesia y había insistido en que «adorar de forma correcta» a Dios era prioritario en cualquier intento de construir una sociedad humana justa. ¿Cómo pudo pasar esto? ¿Por qué sucedió? ¿Qué significado tiene? Durante los últimos treinta años no sólo los cardenales que escogieron a Ratzinger sino muchos católicos y otros hombres y mujeres de buena voluntad en todo el mundo han coincidido con Benedicto en que la mayor «crisis» a la que se enfrentan la Iglesia y el mundo es «la ausencia de Dios»: una cultura y un modo de vida sin ninguna dimensión trascendente, desprovista de toda orientación hacia la eternidad, lo sagrado o lo divino. Y que la «solución» a esa «crisis» se puede expresar fácilmente en una frase: el mundo necesita «la presencia de Dios». Benedicto defiende desde hace tiempo que la «ausencia de Dios» en el mundo moderno, la «secularización» de la sociedad moderna «globalizada», ha creado una sociedad en que la persona carece de protección segura contra las depredaciones del poder y, lo que es peor, carece también de una comprensión clara del significado y el fin último de su vida. Y, sin embargo, este llamamiento a reorientar la cultura humana hacia Dios nunca ha conllevado el abandono de la búsqueda de la justicia social. Muy al contrario, siempre ha sido un desafío situar esa búsqueda dentro del contexto cristiano del arrepentimiento y de la fe en el Evangelio. El énfasis de Benedicto en la «prioridad» de conocer y amar a Dios antes que cualquier otra cosa fue considerado por una gran mayoría del colegio cardenalicio como el adecuado. A Benedicto lo escogieron los cardenales que eran sus colegas, muchos de ellos procedentes de países muy pobres, porque estaban de acuerdo con él en que se necesitaba un Papa que predicara que Dios era lo primero y que, al hacerlo, pusiera los únicos cimientos seguros sobre los que edificar una sociedad justa. Para comprender la visión del Papa Benedicto XVI no empezaremos examinando sus muchas obras teológicas, elaboradas durante los últimos cincuenta años, sino escuchándole contarnos sus propios comienzos en la vida. Sus palabras, extraídas de varias entrevistas que concedió entre 1993 y 1995 y también de su autobiografía (publicada en 1997 como Mi vida: recuerdos 1927–1977), revelan un hombre que contempla el mundo y la vida cotidiana con una sensación de maravilla, como si todas las cosas estuvieran llenas de pistas o «rastros» de Dios. Desde luego, este es en definitiva el gran mensaje de Benedicto: que el mundo es un sacramento, un «signo externo» de la «realidad interior» del amor de Dios, y que el hombre sólo será feliz cuando reconozca la primacía de Dios en su propia vida y en el mundo entero. La convicción de Benedicto de que la creación es jubilosa en la medida en que está orientada hacia Dios comenzó durante su juventud en Baviera, dónde el catolicismo impregnaba todos los aspectos de la vida cotidiana. La fuente de esta convicción se percibe en su temprano y profundo aprecio por la liturgia, por la celebración ritual de los misterios cristianos usando los símbolos de la vida cotidiana: agua, vino, pan, luz y oscuridad. Resulta evidente su amor por la vida sencilla del campo bávaro, del que habla con cariño como uno de los períodos más felices de su vida; su gusto por los hombres y mujeres sencillos que tienen fe; su rechazo del nazismo, cuya inhumana violencia consideraba fruto de su oposición ideológica a Dios. Más adelante en su vida, como asesor teológico en el Concilio Vaticano II, su deseo de hacer la maravilla de Dios más accesible y visible a más gente le granjeó una reputación de «progresista». Luego, en su época como Prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe, trabajó durante veinticinco años para impedir que la maravilla y la belleza de Dios quedarán cubiertas y ocultas bajo las teologías del relativismo, el ateísmo marxista y el secularismo. En última instancia, resulta evidente en sus primeras homilías como Benedicto XVI, en las que lanzó un llamamiento a todos los hombres y mujeres, tanto dentro como fuera de la Iglesia, para que «buscaran el rostro de Dios», caminando junto a él en un viaje que conduce a un hogar eterno en el que Dios está enteramente presente y en que, por ello, la verdadera dicha es eterna. De Marktl a Freising «Mi primer recuerdo se remonta en verdad a Marktl, y es el único recuerdo que conservo de ese período de mi vida. Probablemente tenía unos dos años, pues nos fuimos de Marktl cuando tenía esa edad. Vivíamos en la segunda planta del edificio. En la planta baja vivía un dentista que tenía un coche, algo todavía poco habitual en aquellos tiempos, al menos en Baviera. Y lo que recuerdo es el olor a gasolina de ese coche». Riendo, añadió, «Me impresionó profundamente». Benedicto XVI nació el 16 de abril de 1927, en la pequeña ciudad de Marktl-am-Inn, en la diócesis bávara de Passau, en el sur de Alemania. Fue el tercer hijo de Joseph y María Ratzinger, pues nació después de Georg y Maria, sus hermanos mayores. Ese año el 16 de abril fue Sábado Santo, el «día de silencio» que en la liturgia cristiana discurre entre el dolor del Viernes Santo y la alegría del Domingo de Resurrección. «Me bautizaron la mañana después de mi nacimiento con agua bendita durante la vigilia de Pascua. Mi familia a menudo lo subrayaba, pues el ser el primer bebé bautizado con esta nueva agua era una señal importante». Uno percibe el «código genético» de la vida espiritual de Benedicto en esta unión íntima de la vida cotidiana y la vida de la fe: su nacimiento precede a su bautismo sólo en unas pocas horas; su familia está siempre presente, recordándole durante su juventud que había sido el primero en ser bautizado con la nueva agua bendita, inculcándole un sentimiento de dignidad y singularidad, una de las principales tareas de todo padre, madre, hermano o hermana; y su fe, entretejida en la trama de la vida cotidiana. «La fe penetraba todos los aspectos de la vida, aunque no todos eran creyentes católicos de verdad. En el campo y en los pueblos de entonces nadie podía ni quería moverse fuera del tejido de la vida católica, de la vida cristiana». La fe y la familia son todavía los polos gemelos de la conciencia de Benedicto, como lo han sido a lo largo de toda su vida. En primer lugar, la familia: sus memorias le muestran siempre ansioso por regresar a casa de sus padres, por salir a dar largos paseos con su madre y su padre, por vivir «en familia» o «como una familia» tan a menudo y durante tanto tiempo como fuera posible. De hecho, sus padres irían a vivir con él cuando logró su primer trabajo como profesor universitario. «Siempre recordaré con mucho cariño la bondad de mi padre y de mi madre». Su hermana, Maria, que nunca se casó, se convertiría en su ama de llaves, haciendo que la familia Ratzinger se mantuviera unida incluso en Roma hasta el fallecimiento de ella —que fue devastador para Benedicto— en noviembre de 1991. Benedicto también pasa buena parte de sus vacaciones de verano con su hermano Georg, un sacerdote que es musicólogo y director del coro de la catedral de Regensburg en Alemania. Luego el otro polo: la fe. «Siempre he dado gracias por el hecho de que desde el principio mi vida estuviera inmersa en el misterio pascual, pues no se podía tratar más que de una señal de bendición. Por supuesto, no nací el Domingo de Resurrección, sino el Sábado Santo. Y, no obstante, mientras más pienso en ello, más me parece que es un símbolo de nuestra existencia humana, que todavía aguarda la Pascua, que todavía no está a plena luz, pero que camina con confianza hacia la luz». La sencillez de estas palabras revela un punto clave del pensamiento de Benedicto: que la fe más pura es la de la gente común y humilde. Cerca de Marktl-am-Inn, donde nació, estaba el santuario mariano de Altoetting, que se remonta a tiempos carolingios (siglo IX). Cuando Benedicto era un niño, el fraile Conrad de Parzham, que había sido portero del santuario, fue beatificado. «En este hombre, humilde y amable, vimos encarnado lo mejor de nuestro pueblo, llevado por la fe a hacer realidad sus grandes posibilidades. Más adelante pensaría a menudo en esta extraordinaria circunstancia, que la Iglesia, en el siglo del progreso y de la fe en la ciencia, considerara que quienes mejor la representaban eran las personas más sencillas, como Bernadette de Lourdes o el hermano Conrad». El ciclo anual de culto y oración, que en la Iglesia católica se denomina el «año litúrgico», también dejó una profunda huella en el joven Benedicto. Igual que las estaciones cambiaban de invierno a primavera y de verano a otoño, también cambiaban las fiestas de la Iglesia, de la Cuaresma a la Pascua, de ésta a Pentecostés y de Pentecostés a Navidad, aportando a la vida cotidiana una dimensión diferente y más profunda. «El año litúrgico le daba al tiempo su ritmo, y yo me di cuenta de ello desde muy pequeño, sí, desde que era un niño, con gran alegría». En Navidad, el pesebre de la familia era más grande cada año y las liturgias del Adviento alegraban los a veces grises y melancólicos días del invierno alemán: «Se celebraban al amanecer, con la iglesia todavía a oscuras, iluminada sólo por la luz de las velas». Sus recuerdos de las Pascuas de su niñez revelan el punto hasta el que la fe de Benedicto surgió del rico tejido simbólico cristiano, que todavía era casi «barroco» comparado con la liturgia post-Vaticano II que se introduciría en los años 60: «Durante toda la Semana Santa las ventanas de la iglesia se tapaban con cobertores negros. Incluso durante el día, la iglesia estaba envuelta en sombras preñadas de misterio. Pero cuando el párroco cantaba el versículo que anunciaba “¡Ha resucitado!”, los cobertores se retiraban súbitamente de las ventanas y una luz radiante inundaba la iglesia entera: era la representación más impresionante de la resurrección de Cristo que puedo imaginar». La vida era tranquila en Marktl y en las demás ciudades de la región en las que la familia vivió durante los años 30. Su padre era agente de policía y su madre «una excelente cocinera». «Antes de casarse, mi madre trabajaba como cocinera profesional», dijo, sonriendo al recordarlo. «En los últimos años antes de casarse trabajó en un hotel en Munich donde cada uno de los cocineros estaba especializado en un área concreta. Ella era especialista en mehlspeiss. ¿Sabes lo que es eso? Es algo que sólo existe en Austria y en Baviera. Se trata de unos pastelitos hechos con harina y nata, no como la pasta italiana, sino dulces. Apfel strudel y cosas parecidas. El Apfel strudel es el único que se ha difundido más o menos por el mundo, pero teníamos mucha variedad de ese tipo de pasteles. ¡Una cantidad extraordinaria! Y nos encantaban esos mehlspeissen. Aparte de eso éramos, por supuesto, bastante pobres, y mi madre tenía que arreglárselas como podía para alimentar a una familia de cinco personas. Solíamos comer un poco de carne de res, algo de ensalada, verduras... »Yo vivía en un pueblo pequeño en el que la gente trabajaba en el campo o en talleres artesanos, y allí me sentía en mi hogar». Con la llegada del nazismo, la actitud de los alemanes hacia el papel de la Iglesia en la vida cotidiana empezó a cambiar. «Los fanáticos, naturalmente, abandonaron la Iglesia y se opusieron abiertamente a ella». Pero no todo el mundo se convirtió en nazi. Desde luego, muchos no lo hicieron. «Yo diría que habían pocos de esos fanáticos que explícitamente se declararon anticatólicos o anticristianos en las zonas rurales. Mucha gente iba, como decimos en alemán, “mitlaufer” (“con la corriente”), ¿no? Se trataba de personas que hacían lo necesario sin comprometerse mucho personalmente y, al mismo tiempo, seguían yendo a la Iglesia, seguían tomando parte en la vida religiosa que estaba tan arraigada en el tejido de la vida cotidiana de la Alemania rural de aquellos tiempos que era inimaginable que alguien no tomara parte en ella. »Pero hubo también un grupo católico muy fiel que mantuvo su compromiso con la vida católica. Y, del mismo modo que los fanáticos fueron una minoría, también lo fueron los miembros de este grupo. Eran cristianos muy devotos y, por tanto, se oponían radicalmente al régimen». La familia se trasladó a Tittmunning, luego a Aschau y luego a Traunstein, una pequeña ciudad al pie de los Alpes. Estas mudanzas fueron causadas directamente por la resistencia del padre del joven Benedicto al nazismo, que le acarreó degradaciones y traslados en su trabajo como agente de policía. «Nuestro padre fue un enemigo enconado del nazismo porque creía que era incompatible con nuestra fe», ha dicho Georg, el hermano del Papa. «Tittmunning era una adorable ciudad pequeña con cierta historia, pues pertenecía a la archidiócesis de Salzburg. Una ciudad preciosa. Ya en el siglo XVI fue el punto de origen de un movimiento de reforma de la Iglesia, de una reforma del clero. Y los efectos de aquella reforma se sienten todavía en nuestro mismo siglo, pues fue precisamente esa reforma la que estableció la vida en común del clero y, en esa región, seguía aplicándose que los párrocos y sus asistentes vivieran en común. »Era una ciudad muy pequeña, de sólo tres mil habitantes, pero encantadora. Y de allí guardo algunos recuerdos muy buenos, tanto de la vida de la Iglesia como de la naturaleza, pero especialmente de la vida de la Iglesia. »Había dos iglesias grandes, muy bellas. La iglesia parroquial tenía un capítulo y en la otra iglesia, que había pertenecido a la regla de San Agustín, había monjas. Y en ambas iglesias sonaba una música maravillosa, las iglesias eran muy bonitas... pero mis recuerdos más vivos son de las celebraciones de Navidad y Semana Santa. »Allí estaba la tumba de Jesús, de Jueves Santo a Sábado Santo, una preciosa construcción barroca con muchas luces y flores. Y yo diría que de niño la contemplación de la sagrada tumba, del santo sepulcro, me impresionó profundamente. También otras fiestas y vísperas con himnos sagrados. Y las procesiones. Cada jueves había una gran misa cantada y una procesión con el Santísimo Sacramento. Y fue por eso que la belleza de la Iglesia quedó profundamente grabada en mi memoria. Y también la Navidad, tanto en casa como en la iglesia, era muy bonita». La familia vivió en Tittmunning de 1929 a 1932. «Daba largos paseos con mi madre, ...

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