11/22/63 (En Español) (Spanish Edition) - Softcover

9780307951434: 11/22/63 (En Español) (Spanish Edition)
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El 22 de noviembre de 1963, tres disparos resonaron en Dallas. Murió el presidente Kennedy, y el mundo cambió. ¿Qué harías tú si pudieras impedirlo?
 
En esta brillante novela, Stephen King acompaña al lector en un viaje maravilloso al pasado y en un intento de cambiar lo que pasó, ofreciéndonos un impecable retrato social, político y cultural del final de los años cincuenta y principios de los sesenta: un mundo marcado por enormes coches, Elvis Presley y el constante humo de cigarrillo.
 
Todo empieza con Jake Epping, un profesor de inglés que se gana un sueldo extra con clases nocturnas para adultos. Un día pide a sus estudiantes que escriban sobre un acontecimiento que les haya cambiado la vida, y una de esas redacciones le impacta profundamente: la historia de una noche de hace cincuenta años cuando el padre de su alumno Harry Dunning volvió a casa para matar a su familia. Poco después su amigo Al, propietario de un restaurante en su barrio, le descubre un increíble secreto: en el almacén del restaurante hay una puerta que conduce al pasado. Y Al pide a Jake que le ayude con una misión que le obsesiona: impedir el asesinato del Presidente John F. Kennedy. Y así comienza la nueva vida de Jake en un mundo muy diferente. En él, Jake se enamorará mientras sigue el rastro de Lee Harvey Oswald hacia ese crucial momento histórico. Un viaje al pasado nunca ha sido tan creíble, ni tan terrorífico.

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About the Author:
Stephen King es el maestro indiscutible de la narrativa de terror contemporánea, con más de treinta libros publicados. En 2003 fue galardonado con la medalla de la National Book Foundation por su contribución a las letras estadounidenses, y en 2007 recibió el Grand Master Award, que otorga la asociación Mystery Writers of America (Escritores de novelas de misterio de América). Entre sus títulos más célebres cabe destacar El misterio de Salem’s Lot, El resplandor, La zona muerta, Ojos de fuego, It, Maleficio, La milla verde, Cell y las siete novelas que componen el ciclo La torre oscura. Vive en Bangor, Maine, con su esposa Tabitha King, también novelista.
Excerpt. © Reprinted by permission. All rights reserved.:
Nunca he sido lo que se diría un hombre llorón.
 
Mi ex mujer alegó que el motivo principal de la separación era mi «inexistente gradiente emocional» (como si el tipo que conoció en las reuniones de Alcohólicos Anónimos no hubiera influido). Christy dijo que suponía que podía perdonarme por no haber llorado en el funeral de su padre, solo le había conocido seis años y no podía entender lo maravilloso y generoso que había sido (como cuando, por ejemplo, le regaló un Mustang descapotable por su graduación). Pero luego, cuando tampoco lloré en los funerales de mis propios padres —murieron con dos años de diferencia, mi padre de cáncer de estómago y mi madre de un inesperado ataque al corazón mientras paseaba por una playa de Florida—, empezó a comprender esa cosa del inexistente gradiente emocional. Yo era «incapaz de sentir mis sentimientos», en lenguaje de AA.
 
Jamás te he visto derramar ni una lágrima —me dijo ella, hablando con la monótona entonación que la gente emplea cuando está expresando el argumento definitivo que marca el final de una relación—. Ni siquiera cuando me amenazaste con marcharte si no iba al centro de desintoxicación.
 
Esta conversación tuvo lugar aproximadamente seis meses antes de que ella recogiera sus cosas, las metiera en su coche, y se mudara a la otra punta de la ciudad con Mel Thompson. «Chico conoce a chica en el campus de AA.» He aquí otra frase de esas reuniones.
 
No lloré cuando la vi partir. Tampoco lloré cuando regresé a la pequeña casa con la desproporcionada hipoteca. La casa que no había recibido a ningún bebé y que ya nunca lo recibiría. Me senté simplemente en la cama que ahora me pertenecía a mí solo, me tapé los ojos con el brazo, y me lamenté.
 
Sin lágrimas.
 
Pero no estoy emocionalmente bloqueado. Christy se equivocaba en eso. Un día, cuando tenía nueve años, volvía a casa del colegio y encontré a mi madre esperándome en la puerta. Me dijo que Rags, mi perro, había muerto atropellado por un camión que ni siquiera se molestó en detenerse. No lloré cuando lo enterramos, aunque mi padre me aseguró que nadie pensaría mal de mí si lo hacía, pero sí lloré cuando ella me lo contó. En parte porque fue mi primera experiencia con la muerte, pero sobre todo porque era mi responsabilidad asegurarme de dejarlo encerrado en nuestro patio trasero.
 
Y también lloré cuando el médico de mi madre telefoneó para contarme lo sucedido aquel día en la playa.
 
—Lo siento, pero no hubo nada que hacer —dijo—. A veces, cuando es tan repentino, los médicos solemos considerarlo una bendición.
 
Christy no estaba allí (aquel día tuvo que quedarse hasta tarde en el colegio para reunirse con una madre que quería hablar de las notas de su hijo), pero yo lloré, ¿vale? Me metí en nuestro pequeño lavadero y cogí una sábana sucia del cesto y lloré. No mucho rato, pero las lágrimas rodaron. Se lo podría haber contado más tarde, pero no le vi el sentido, en parte porque ella me habría dicho que quería inspirar lástima (esta no es una expresión de AA, pero tal vez debería serlo), y en parte porque no creo que la capacidad para soltar berridos en el momento justo deba ser un requisito para el buen funcionamiento de un matrimonio.
 
Nunca vi llorar a mi padre, ahora que lo pienso; a lo sumo, expresaba sus emociones exhalando un profundo suspiro o gruñendo alguna risita a regañadientes; para William Epping no existían las lamentaciones ostentosas golpeándose el pecho ni las carcajadas estridentes. Pertenecía a esa clase de personas extremadamente calladas, y en gran medida, mi madre era igual. Así que quizá esta «no facilidad» para el llanto sea genética. Pero ¿bloqueado? ¿Incapaz de sentir mis sentimientos? No, yo nunca he sido así.
 
Aparte de cuando me dieron la noticia de mi madre, únicamente recuerdo otra ocasión en la que lloré de adulto, y eso fue cuando leí la historia del padre del conserje. Estaba solo, sentado en la sala de profesores del Instituto de Secundaria Lisbon, corrigiendo un montón de redacciones que mi clase de lengua del programa para adultos había escrito. Por el pasillo me llegaba el ruido sordo de los balones de baloncesto, el estruendo de la bocina de tiempo muerto y el clamor del público que jaleaba mientras combatían las bestias del deporte: los Galgos de Lisbon contra los Tigres de Jay.
 
¿Quién puede saber cuándo tu vida pende de un hilo, o por qué?
 
El tema que les había asignado era «El día que me cambió la vida». La mayoría de estos trabajos, aunque sinceros, eran horribles: relatos sentimentales acerca de una tía bondadosa que había acogido a una adolescente embarazada, un compañero del ejército que había demostrado el verdadero significado de la valentía, un encuentro fortuito con un famoso (creo que Alex Trebek, el presentador de Jeopardy!, pero quizá se trataba de Karl Malden). Aquellos de vosotros que seáis profesores y, por un salario extra de tres o cuatro mil dólares al año, hayáis dado alguna vez clase a adultos que estudian para sacarse el Diploma de Equivalencia de Secundaria, sabréis lo desalentadora que puede resultar la tarea de leer este tipo de redacciones. La nota apenas cuenta, o al menos para mí; yo aprobaba a todo el mundo, porque nunca he tenido un alumno adulto que no se dejara la piel en el empeño. Si entregabas una hoja de papel con algo escrito, Jake Epping, del departamento de lengua del Instituto Lisbon, siempre te echaba un cable, y si las frases estaban organizadas en párrafos, sacabas como mínimo un notable bajo.
 
Lo que hacía la tarea ardua era que el rotulador rojo sustituía a mi boca como principal herramienta docente, y gastaba casi un rotulador entero. Me deprimía saber que muy poco de lo que señalara con aquella tinta roja iba a ser asimilado; si llegas a la edad de veinticinco o treinta años y no has aprendido a escribir correctamente (completo, no conpleto), o a poner mayúsculas donde corresponda (Casa Blanca, no casa-blanca), o a construir una frase que contenga un sustantivo y un verbo, probablemente ya nunca aprenderás. Aun así, seguimos al pie del cañón, trazando círculos alegremente alrededor de las faltas de ortografía en frases como «Mi marido se apresuró ha juzgarme» o tachando la palabra voceando y reemplazándola por buceando en la frase «Después de eso, iba muchas veces voceando hasta la balsa».
 
En definitiva, una tarea inútil y pesada la que estaba realizando aquella noche mientras, no muy lejos, otro partido de baloncesto de instituto se escurría hacia otro bocinazo final, mundo sin fin, amén. Esto ocurrió poco después de que Christy abandonara el centro de desintoxicación, y supongo que pensaba, si es que realmente pensaba en algo, en la esperanza de llegar a casa y encontrarla sobria (y así fue; se ha aferrado a su sobriedad mejor de lo que se aferró a su marido). Recuerdo que me dolía un poco la cabeza y me masajeaba las sienes del modo en que uno lo hace cuando intenta evitar que un pequeño pinchazo se convierta en una saeta. Recuerdo que pensé: Tres más, solo tres, y podré largarme de aquí. Me iré a casa, me prepararé una taza grande de cacao instantáneo, y me sumergiré en la nueva novela de John Irving sin tener estas historias sinceras pero mal escritas pendiendo sobre mi cabeza.
 
No hubo violines ni campanas de alarma cuando saqué del montón la redacción del conserje y la puse delante de mí, ninguna sensación de que ni mi insignificante vida ni la de nadie estaba a punto de cambiar. Pero eso nunca se sabe, ¿verdad? La vida cambia en un instante.
 
El conserje había utilizado un bolígrafo barato cuya tinta emborronaba las cinco páginas en varios sitios; debió de mancharse todos los dedos. Su caligrafía era un garabato enrevesado pero legible, y debió de presionar con fuerza, porque las palabras quedaron verdaderamente grabadas en aquellas páginas de cuaderno barato; si hubiera cerrado los ojos y deslizado los dedos por la parte de atrás de aquellas hojas arrancadas, habría sido como leer Braille. El final de cada y minúscula estaba rematado con una pequeña ondulación, una especie de floritura. Lo recuerdo con especial claridad.
 
También recuerdo cómo empezaba su redacción. Lo recuerdo palabra por palabra.
 
No fue un día sino una noche. La noche que cambió mi vida fue la noche cuando mi padre asesinó a mi madre y dos hermanos y me irió grave. También irió a mi hermana, tan grave que ella cayó en coma. En tres años murió sin despertar. Se llamaba Ellen y la quería mucho. Le gustaba recoger flores y ponerlas en boteyas.
 
Hacia la mitad de la primera página empezaron a picarme los ojos y solté mi fiel rotulador rojo. Fue al llegar a la parte en que describía cómo se arrastraba debajo de la cama, con los ojos cubiertos de sangre (también me corría por la garganta y sabía horrible), cuando empecé a llorar (Christy se habría sentido muy orgullosa). Lo leí de principio a fin sin hacer ni una sola marca, enjugándome los ojos para que las lágrimas no cayeran sobre las páginas que obviamente le habían costado tanto esfuerzo. ¿No había creído que era el más lento de la clase, quizá solo medio peldaño por encima de lo que solíamos llamar «discapacitado mental educable»? Bueno, por Dios, existía una razón para ello, ¿no? Y también para la cojera. Después de todo, era un milagro que hubiera sobrevivido. Pero lo había hecho. Un hombre amable que siempre sonreía y nunca levantaba la voz. Un hombre amable que había pasado por un infierno y que se estaba esforzando —con humildad y esperanza, como la mayoría de ellos— para sacarse un título de secundaria. Aunque continuaría siendo conserje durante el resto de su vida, solo un tipo con pantalones caqui marrones o verdes, empujando una escoba o rascando chicle del suelo con la espátula que siempre guardaba en el bolsillo trasero. Quizá pudo haber sido algo diferente, pero una noche su vida cambió en un instante y ahora simplemente era un tipo con uniforme al que los críos apodaban Harry el Sapo por su manera de andar.
 
Así que lloré. No mucho rato, pero aquellas fueron lágrimas reales, de esas que surgen de lo más hondo. Por el pasillo me llegó el sonido de la banda de música del Lisbon, que tocaba el himno de la victoria, así que el equipo de casa había ganado, bien por ellos. Más tarde, tal vez, Harry y un par de colegas aparecerían en las gradas y barrerían la porquería que hubiera caído debajo.
 
Tracé una gran A en rojo en la primera página del trabajo. Me quedé mirándola un minuto o dos, luego añadí un gran + en rojo. Porque era bueno, y porque su dolor había provocado una reacción emocional en mí, su lector. ¿Acaso no es eso lo que debe lograr un escrito sobresaliente? ¿Provocar una respuesta?
 
En cuanto a mí, solo desearía que la antigua Christy Epping hubiera estado en lo cierto. Desearía haber sido una persona emocionalmente bloqueada, al fin y al cabo. Porque todo cuanto siguió —todas y cada una de las cosas terribles que siguieron— derivó de aquellas lágrimas.

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  • PublisherVintage Espanol
  • Publication date2012
  • ISBN 10 030795143X
  • ISBN 13 9780307951434
  • BindingPaperback
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