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El libro secreto de Frida Kahlo (Atria Espanol) (Spanish Edition) - Softcover

 
9781451641417: El libro secreto de Frida Kahlo (Atria Espanol) (Spanish Edition)
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Now in Spanish: one of Mexico’s most celebrated new novelists, F. G. Haghenbeck offers a beautifully written reimagining of Frida Kahlo’s fascinating life and loves.

Entre los objetos personales de Frida Kahlo había una pequeña libreta negra a la que llamaba “El Libro de Hierba Santa” con su colección de recetas de cocina dedicadas a la Santa Muerte. Esta se exhibiría por primera vez en el Palacio de Bellas Artes con motivo de la fecha de su natalicio. El día que se abrió la exhibición al público la libreta desapareció.

F. G. Haghenbeck, uno de los escritores más aclamados en México, se inspiró en este hecho y escribió esta maravillosa novela, la cual trae una vez más a la vida a la famosa artista Frida Kahlo.

Haghenbeck imagina que esta libreta fue un regalo de su amante Tina Modotti, después de que Frida sobrevivió al terrible accidente de tráfico que marcó su vida. Desde este punto, Haghenbeck intercala recetas con pasajes vividos por la artista y reconstruye de una forma magistral la tumultuosa pero fascinante vida de Frida Kahlo, desde su romance con el amor de su vida y afamado pintor Diego Rivera, hasta sus relaciones con personajes famosos como Georgia O’Keeffe, Ernest Hemingway y Salvador Dalí, entre otros.

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About the Author:
F. G. Haghenbeck, a native of Mexico, is an award-winning novelist and screenwriter. His novel Frida Kahlo’s Secret Book has been translated into ten languages. He lives in Tehuacán, Mexico.
Excerpt. © Reprinted by permission. All rights reserved.:
CAPÍTULO I

Esa noche de julio no era como tantas otras, las lluvias se habían quedado agazapadas en un rincón para ofrecer el manto negro de un cielo estrellado, libre de nubes fodongas que descargaran lágrimas sobre los habitantes de la ciudad. Si acaso un ligero viento silbaba cual chamaco jugueteando entre los árboles de una pomposa casa azul que dormitaba la cálida noche de verano.

Y fue precisamente en esa noche tranquila cuando se escuchó un constante golpeteo que retumbaba por todos los rincones del pueblo de Coyoacán. Eran los cascos de un caballo que tamborileaban al trotar por el empedrado. El eco de sus pasos resonaba en cada esquina de los hogares de altos techos de teja para avisar a todos sus moradores de la llegada de un extraño visitante.

Presa de curiosidad, debido a que México era ya una ciudad moderna, lejana de las arcaicas fabulas y leyendas pueblerinas, los pobladores de Coyoacán interrumpieron la cena para asomarse a través del rabillo de su portón y descubrir al enigmático cabalgador seguido de una corriente de aire “propia de difuntos o aparecidos”. Un perro bravo se enfrentó a ladridos al misterioso jinete, lo que no perturbó al hermoso corcel blanco y menos aún al que lo montaba: un adusto jinete cuyo pecho cubierto por un chaquetín marrón cruzaban pistoleras repletas de balas. Éste, llevaba calado un sombrero de paja tan grande que igualaba en tamaño al domo de una iglesia y le oscurecía por completo el rostro. De entre las sombras de su semblante sólo se atisbaban unos impactantes ojos brillantes y un grueso bigote que sobresalía de ambos extremos de la cara. A su paso, los ancianos aseguraron las puertas con doble llave, pasador y tranca, temerosos aún del recuerdo de la Revolución, cuando esos visitantes traían consigo la ruina y desolación.

El jinete se detuvo en la esquina de la calle Londres, frente a una casa añil cuya fachada toda de azul cobalto, gritaba su peculiaridad en el vecindario. Los ventanales figuraban gigantescos párpados asentados junto al portón. El caballo se movió nervioso, apaciguándose en cuanto el jinete descendió para darle cariñosos golpecitos en el cuello. Luego de ajustarse sombrero y pistolera, el forastero se dirigió con aplomo hasta el portón y jaló el cordel haciendo repiquetear la campana. De inmediato se encendió una luz eléctrica y la entrada de la casona se iluminó por completo, descubriendo un ejército de polillas que zumbaban su desesperación alrededor del foco de la entrada. Cuando Chucho, el mozo indispensable de toda casa que se respetara, asomó su cabeza para descubrir al visitante, éste lo miró fijamente y avanzó un paso. Tembloroso, el cuidador lo dejó pasar no sin antes persignarse varias veces mientras rezaba algunos aves marías. Sin decir nada, el visitante cruzó el zaguán con grandes zancadas hasta llegar a una maravillosa locación decorada con muebles artesanales, plantas exóticas e ídolos prehispánicos. La casa estaba llena de contrastes. En ella convivían objetos de dolor, recuerdos de alegría, sueños pasados y triunfos presentes. Cada cosa hablaba para mostrar el mundo privado de su propietaria, quien esperaba al visitante en su habitación.

El recién llegado caminó por cada habitación con la soltura propia de quien las conociera de memoria. A su paso encontró un enorme Judas de cartón con gruesos bigotes de panadero, que en lugar de ser tronado el próximo domingo de resurrección tendría que conformarse con servir de modelo de algún cuadro de su propietaria; pasó frente a calaveras de azúcar que le sonreían con su eterno gesto endulzado de felicidad; dejó atrás las figuras aztecas con referencias mortuorias y la colección de libros empalagados de ideas revolucionarias; cruzó la sala que albergó artistas que cambiaron un país y lideres que trasmutaron el mundo, sin pararse a mirar las viejas fotografías familiares de los antiguos inquilinos, ni las pinturas de colores que saltaban como un arco iris embriagado por un mezcal vaporoso; hasta llegar al comedor de madera, que añoraba las risas fáciles y las reuniones ruidosas.

La Casa Azul era un lugar donde se recibía a los amigos y conocidos con placer, y el jinete era un viejo conocido de la dueña, por eso Eulalia la cocinera, en cuanto lo vio, corrió a la cocina forrada de estruendosos mosaicos de Talavera a prepararle bocadillos y bebida. De todos los espacios de la casa, la cocina era el corazón que la hacía palpitar, convirtiendo una inerte edificación en un ser viviente. Más que una simple morada, la Casa Azul era el santuario, refugio y altar de su señora. La Casa Azul era Frida. En ella atesoraba recuerdos de su transitar por la vida. Era un lugar donde sin problemas convivían los retratos de Lenin, Stalin y Mao Tse-tung con retablos rústicos de la virgen de Guadalupe. Flanqueaban la cama de latón de Frida, una enorme colección de muñecas de porcelana sobrevivientes de varias guerras, inocentes carritos de madera carmesí, aretes cubistas en forma de manos y milagros de plata para bendecir los favores de algún santo. Todo eso daba cuenta de los deseos olvidados de esa mujer sentenciada a vivir enclavada a su cama. Frida, la santa patrona de la melancolía, la mujer de la pasión, la pintora de la agonía, quien permanecía en su lecho, con la mirada en sus espejos que en silencio se peleaban por mostrarle la mejor imagen de la artista vestida de tehuana, zapoteca o de la mezcla de todas las culturas mexicanas. El más inclemente de todos era un espejo colocado en el techo de su cama, que se empeñaba en reflejarla para que pudiera encontrarse con el tema de toda su obra: ella misma.

Cuando el forastero entró a la recámara, Frida volvió su rostro adolorido y sus miradas se encontraron. Se le veía demacrada, flaca y cansada. Aparentaba mucho más que el medio siglo que había vivido. La mirada de sus ojos cafés era lejana, perdida a causa de las abundantes dosis de droga que se inyectaba para aplacar sus dolores y del tequila en el que maceraba sus desamores. Esos ojos que eran carbones grises a punto de extinguirse, y que alguna vez fueron llama encendida cuando Frida hablaba de arte, política y amor, ahora eran ojos lejanos, tristes pero sobre todo, cansados. Apenas si se movió, un corsé ortopédico la aprisionaba, coartándole la libertad. Una de sus piernas era la única que se revolvía nerviosa en busca de su compañera, la que le habían cortado unos meses atrás. Frida contempló a su visitante, recordando sus anteriores encuentros, cada uno atado a una desgracia. Esperaba esa reunión con desesperación, y cuando su habitación se inundó de un fuerte aroma a campo y tierra húmeda, supo que por fin el Mensajero había acudido a su llamado.

El Mensajero simplemente permaneció de pie junto a ella, posando su resplandeciente mirada sobre el delicado cuerpo quebrado. No se saludaron, pues a los viejos conocidos se les disculpan las inútiles reglas sociales: Frida se limitó a levantar la cabeza como preguntando cómo iba todo ahí de donde él venía, y él respondió con un toque de su mano al sombrero ancho para indicar que todo iba de maravilla. Entonces Frida, molesta, llamó a Eulalia para que atendiera al invitado. Los gritos fueron rudos, groseros. Su antiguo humor coqueto y parrandero había sido sepultado con la pierna amputada, había muerto con las operaciones y la congoja de sus enfermedades. Su trato hacia la gente era de limón amargo.

La sirvienta apareció con un platón muy coqueto, adornado de flores y un mantelito con pájaros bordados donde se leía un “Ella” escrito con pétalos de rosa blanca. Sobre una mesita al lado de la cama, colocó la charola que portaba la ofrenda dedicada al visitante: una botella de tequila y botana. Nerviosa por la presencia de ese hombre, Eulalia sirvió el aguardiente en dos copas de cristal soplado, del mismo azul de la casa, y las acompañó con sus respectivas sangritas; luego arrimó la fresca botana de pico de gallo, un queso panela horneado y limones partidos en cuartos. Antes de que las cítricas sonrisas dejaran de balancearse, Eulalia ya se había escabullido.

No podía evitar el escalofrío que le provocaba la presencia del extraño a esas horas de la noche; le ponía la piel de gallina. En cuanto pudo le aseguró al resto de la servidumbre que nunca vio que su cuerpo arrojara sombra. Por eso, al igual que Chucho, se recitó los avemarías y padrenuestros necesarios para alejar el mal de ojo y los aires fúnebres.

Frida tomó la copa de tequila. Con ese gesto tan suyo de levantar su ceja unida, se la empinó en la boca, un poco para mitigar las descargas de dolor en su cuerpo, y otro para acompañar a su invitado. El Mensajero hizo lo suyo con su copa, pero sin probar la sangrita. Fue una lástima que también desairara la botana, preparada con la receta que Lupe, la antigua esposa de Diego, le había enseñado a la pintora. Frida se sirvió otra copa. No era la primera de ese día, pero sí sería la última de su vida. El alcohol entró en su garganta, despertando su mente adormilada.

—Te llamé para que le mandes un recado a mi Madrina. Quiero cambiar nuestra cita del Día de Muertos. No habrá ofrenda este año. Quiero que venga mañana. Dile a ella que espero que la marcha sea feliz y esta vez no quiero volver.

Frida guardó silencio para dar tiempo a que el Mensajero contestara, pero como siempre, no hubo respuesta. Aunque nunca había escuchado su voz, ella insistía en hablarle. Sólo sus ojos hambrientos que clamaban tierra y libertad se clavaron en ella. Bebió su último tequila como un acto de solidaridad, dejó la copa y dio media vuelta para salir de la habitación con su cascabeleo de espuelas, dejando a la artista con la vida hecha trizas, como su esqueleto. Caminó por el patio con zancadas de caporal de rancho, pasando por el jardín donde las cotorras, perros y changos gritaban al notar su presencia. Llegó hasta la entrada cuyo portón abierto sostenía Chucho, y se despidió de él ariscamente con una inclinación de cabeza, mientras al asustado mozo le salían más persignadas que a una viuda en domingo. Montó de nuevo su caballo blanco, y se perdió calle abajo en la noche azul negra.

Al escuchar los cascos alejarse tras el viento gélido, Frida apretó con su mano el pincel que rebosaba tinta negra. Garabateó una frase en su diario personal, y la adornó añadiendo viñetas de ángeles negros. Terminó el dibujo con lágrimas en los ojos. Cerró el cuaderno y llamó de nuevo a la cocinera; luego sacó del buró una libreta negra desgastada, viejo obsequio de días felices, cuando aún podía soñar con vivir. Se la regaló su amiga Tina meses antes de que contrajera matrimonio con Diego. Ésta, además del recuerdo, era el único presente que guardaba con aprecio de su boda. La abrió en la primera página y leyó mediante un imperceptible movimiento de labios: “Ten el coraje de vivir, pues cualquiera puede morir”. Después comenzó a pasar las páginas con la lentitud y cuidado propios de un bibliotecario ante una Biblia escrita en antiguos pergaminos. En cada hoja había tesoros escondidos, pedazos de su vida derramados en recetas de cocina que había aderezado, cual delicioso puchero, con poesías y comentarios sobre cada una de las personas de su vida. Ella misma le llamaba burlonamente “El libro de Hierba Santa”, pues ahí había escrito las recetas que utilizaba para levantar altares en cada Día de Muertos, en cumplimiento de una promesa hecha muchos años atrás. Rebuscó entre las hojas llenas de aroma a canela, pimienta y manojos de hierba santa, hasta que encontró la receta que le entregaría a Eulalia.

—Te voy a hacer un encargo muy importante, Eulalia. Mañana vas a preparar este plato tal cual lo tengo escrito. Te vas al mercado tempranito a comprar todo. Y quiero que te quede para chuparse los dedos —le indicó señalando la receta del platillo. Hizo una pausa para soportar la angustia de saber que la vida se le escurría, y continuó dando órdenes—: después de que cante el gallo, lo agarras, y lo matas para el guisado.

—Niña Fridita, ¿vas a matar al pobre del señor Cui-cui-ri? —le preguntó admirada—. Pero si es tu preferido. Lo mimas como si fuera tu hijo.

Frida no se molestó en contestarle, simplemente volteó la cara y cerró los ojos para tratar de conciliar el sueño. Eulalia se retiró con el cuaderno pegado a su corazón.

En ese lecho que era su cárcel, Frida soñó banquetes, calaveras de azúcar y pinturas en una exposición. Al despertarse, ya no encontró a Eulalia. Su casa permanecía en silencio. Comenzó a dudar de que la visita del Mensajero y su vida toda, incluso su primera muerte, no fueran sino una jugarreta de las drogas prescritas para sobrellevar el dolor que la torturaba. Después de mucho pensarlo, supo que todo era verdad. Y rompió a llorar, de rabia, de angustia, hasta que el sueño volvió a arrullarla para alejarla otra vez de la realidad.

Horas más tarde llegó Diego de su estudio de San Ángel. Al entrar al dormitorio para ver a Frida, la descubrió dormida con un gesto de sufrimiento. Le extrañó notar que sobre la mesa de noche había una botella de tequila a medio tomar y dos vasos todavía olorosos a alcohol. Se intrigó aún más cuando los sirvientes le aseguraron que su patrona no había recibido visita alguna. Arrimó su mecedora y se sentó al lado de la cama de su mujer. Le tomó la mano con delicadeza, como si fuera una fina pieza de porcelana y la acarició suavemente, con miedo de lastimarla. En tanto, su memoria viajaba por los años de recuerdos compartidos; evocó el fuego que guardaba ese pequeño cuerpo al que amaba tanto con lujuria como con la devoción que un hijo experimenta hacia su madre. Degustó sus noches de sexo, coronadas por los delicados pechos blancos de Frida, tan pequeños como melocotones, por sus nalgas redondas, y recordó aquel día en que se lo dijo y ella tan coqueta sólo respondió: “¿Mis nalgas son como la hierba santa?”, luego le explicó que esa hoja posee la forma de un corazón. Lloró durante varios minutos al ver reducida esa pasión a una máquina rota. El sueño le llegó mientras decía en murmullo: “Mi Frida, mi niña Frida . . . ”

Al siguiente día, después de que el gallo preferido de la pintora anunció el nuevo día, como prodigiosamente lo había hecho durante más de veintidós años, le torcieron el cogote y lo guisaron. Pero Frida nunca pudo degustarlo.

En el informe médico quedó consignado que su muerte fue a causa de una complicación pulmonar. Con la complicidad de las autoridades, Diego evitó que se le hiciera la autopsia. Y desde entonces, la teoría del suicidio se dispersó como el aroma del café matutino preparándose a fuego lento.

Las desgarradoras últimas palabras que Frida escribió en su diario fueron: “Espero que la marcha sea feliz y esta vez espero no volver”.

EL MENSAJERO

Una vez dijo: “el que quiera ser águila que vuele, el que quiera ser gusano que se arrastre, pero que no grite cuando lo pise”. No me lo dijo a mí. Ni sé a quién se lo dijo, pero de que lo dijo, lo dijo. Hay que servirle tequila, sangrita y algo de comer, pues seguramente viene cansado del largo camino. Yo también estaría hasta la madre de andar cabalgando así.

Pico de gallo

La Lupe, un día que andaba de buenas, me dijo que la copa de tequila y el pico de gallo eran imprescindibles en Jalisco, en el ritual previo a la comida. Allá, en su pueblo, los trabajadores al llegar de sus labores en la parcela se sentaban en los equipales bajo la sombra del corredor a comer fruta sazonada y queso panela entre sorbo y sorbo de tequila.

2 jícamas frescas peladas, 4 naranjas grandes y jugosas, 3 pepinos pelados, 1/2 piña pelada, 3 mangos semi verdes, 1 xoconostle, 1 manojo de cebollitas, 6 limones, 4 chiles verdes y sal de grano.

Hay que picar uniformemente y en cantidades iguales: jícama, naranja, pepino, piña, cebolla, mang...

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  • PublisherAtria/Primero Sueno Press
  • Publication date2012
  • ISBN 10 1451641419
  • ISBN 13 9781451641417
  • BindingPaperback
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