The Short Stories of Ernest Hemingway: The Hemingway Library Collector's Edition - Softcover

9781476787671: The Short Stories of Ernest Hemingway: The Hemingway Library Collector's Edition
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The fourth in the series of new annotated editions of Ernest Hemingway’s work, edited by the author’s grandson Seán and introduced by his son Patrick, this “illuminating” (The Washington Post) collection includes the best of the well-known classics as well as unpublished stories, early drafts, and notes that “offer insight into the mind and methods of one of the greatest practitioners of the story form” (Kirkus Reviews).

Ernest Hemingway is a cultural icon—an archetype of rugged masculinity, a romantic ideal of the intellectual in perpetual exile—but, to his countless readers, Hemingway remains a literary force much greater than his image. Of all of Hemingway’s canonical fictions, perhaps none demonstrate so forcefully the power of the author’s revolutionary style as his short stories. In classics like “Hills like White Elephants,” “The Butterfly in the Tank,” and “The Short Happy Life of Francis Macomber,” Hemingway shows us great literature compressed to its most potent essentials. We also see, in Hemingway’s short fiction, the tales that created the legend: these are stories of men and women in love and in war and on the hunt, stories of a lost generation born into a fractured time.

The Short Stories of Ernest Hemingway presents many of Hemingway’s most famous classics alongside rare and unpublished material: Hemingway’s early drafts and correspondence, his dazzling out-of-print essay on the art of the short story, and two marvelous examples of his earliest work--his first published story, “The Judgment of Manitou,” which Hemingway wrote when still a high school student, and a never-before-published story, written when the author was recovering from a war injury in Milan after WWI. This work offers vital insight into the artistic development of one of the twentieth century’s greatest writers. It is a perfect introduction for a new generation of Hemingway readers, and it belongs in the collection of any true Hemingway fan.

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About the Author:
Ernest Hemingway did more to influence the style of English prose than any other writer of his time. Publication of The Sun Also Rises and A Farewell to Arms immediately established him as one of the greatest literary lights of the 20th century. His classic novella The Old Man and the Sea won the Pulitzer Prize in 1953. Hemingway was awarded the Nobel Prize for Literature in 1954. He died in 1961.
Excerpt. © Reprinted by permission. All rights reserved.:
Cuentos Completos La breve vida feliz de Francis Macomber


Era hora de comer y estaban sentados bajo la doble lona verde de la tienda comedor, fingiendo que no había pasado nada. —¿Queréis zumo de lima o limonada? —preguntó Macomber.

—Yo tomaré un gimlet —le dijo Robert Wilson.

—Yo también tomaré un gimlet. Necesito tomar algo —dijo la mujer de Macomber.

—Supongo que es lo mejor —coincidió Macomber—. Dígale que prepare tres gimlets.

El criado ya había comenzado a prepararlos, sacando las botellas de las bolsas de lona isotérmicas, empapadas de humedad en el viento que soplaba a través de los árboles que sombreaban las tiendas.

—¿Qué debería darles? —preguntó Macomber.

—Una libra sería más que suficiente —le dijo Wilson—. No querrá malcriarlos.

—¿El capataz lo repartirá?

—Desde luego.

Media hora antes Francis Macomber había sido triunfalmente transportado hasta su tienda, desde los límites del campamento, a hombros y brazos del cocinero, los criados, el despellejador y los porteadores. Los porteadores de armas no habían tomado parte en el desfile. Cuando los muchachos nativos lo depositaron en el suelo a la puerta de su tienda, Macomber les estrechó a todos la mano, recibió sus felicitaciones y luego entró y se sentó en la cama hasta que llegó su mujer. Cuando ella entró no le dijo nada, él salió de la tienda enseguida para lavarse la cara y las manos en la jofaina portátil que había fuera y dirigirse luego a la tienda comedor, donde se sentó en una cómoda silla de lona a la brisa y a la sombra.

—Ya ha conseguido su león —le dijo Robert Wilson—, y un león condenadamente bueno.

La señora Macomber se volvió rauda hacia Wilson. Era una mujer extremadamente guapa y bien conservada, poseía la belleza y posición social que cinco años atrás le habían permitido exigir cinco mil dólares para promocionar, con fotografías, un producto de belleza que nunca había utilizado. Llevaba once años casada con Francis Macomber.

—Era un buen león, ¿verdad? —dijo Francis Macomber. Ahora su esposa le miraba. Miraba a los dos hombres como si nunca los hubiera visto.

A uno, Wilson, el cazador profesional, sabía que no lo había visto antes de emprender el safari. Era de estatura mediana y pelo pajizo, bigotillo de pelos cortos y tiesos, la cara muy roja y unos ojos extremadamente azules con unas arruguillas blancas en las comisuras que se hacían más profundas cuando sonreía. Ahora él le sonreía, y ella apartó la mirada de su cara y la dirigió a la caída de sus hombros bajo la chaqueta holgada que llevaba, con cuatro grandes cartuchos en las presillas donde debería haber habido el bolsillo izquierdo, a sus manos grandes y morenas, a sus pantalones viejos, sus botas muy sucias, y luego volvió a su cara roja. Se fijó en que el rojo recocido de su cara quedaba delimitado por una línea blanca que señalaba la frontera de su sombrero Stetson, que ahora colgaba de uno de los colgadores del palo de la tienda.

—Bueno, por el león —dijo Robert Wilson. Volvió a sonreír a la señora Macomber, y esta, sin sonreír, miró con curiosidad a su marido.

Francis Macomber era muy alto, muy bien formado si no te importaba que tuviera los huesos tan largos, atezado, con el pelo rapado como un galeote, labios bastante finos, y se le consideraba un hombre apuesto. Llevaba la misma clase de ropas de safari que Wilson, solo que las suyas eran nuevas. Tenía treinta y cinco años, se mantenía muy en forma, era buen deportista, poseía varios récords de pesca mayor, y acababa de demostrarse a sí mismo, a la vista de todo el mundo, que era un cobarde.

—Por el león —dijo—. Nunca podré agradecerle lo que hizo.

Margaret, su esposa, apartó la mirada de él y la dirigió a Wilson.

—No hablemos del león —dijo ella.

Wilson le dirigió una mirada sin sonreír y ahora fue ella quien le sonrió.

—Ha sido un día muy raro —dijo—. ¿No debería llevar el sombrero puesto aunque estemos debajo de una lona? Me lo dijo usted, por si no lo recuerda.

—Puede que me lo ponga —dijo Wilson.

—Sabe que tiene la cara muy roja, señor Wilson —le dijo ella, y volvió a sonreír.

—La bebida —dijo Wilson.

—No lo creo —dijo ella—. Francis bebe mucho, pero la cara nunca se le pone roja.

—Hoy está roja —dijo Macomber intentando hacer un chiste.

—No —dijo Margaret—. La mía es la que está hoy roja. Pero la del señor Wilson lo está siempre.

—Debe de ser una cuestión racial —dijo Wilson—. Y digo yo, ¿qué les parece si dejamos de hablar de mi belleza?

—Pero si acabo de empezar.

—Pues vamos a dejarlo —dijo Wilson.

—La conversación va a ser difícil —dijo Margaret.

—No seas tonta, Margot —dijo su marido.

—De difícil nada —dijo Wilson—. Ha conseguido un león magnífico.

Margot los miró a los dos, y ambos se dieron cuenta de que estaba a punto de llorar. Wilson hacía ya rato que se lo veía venir, y le aterraba. Pero Macomber ya había superado ese terror.

—Ojalá no hubiera ocurrido. Oh, ojalá no hubiera ocurrido —dijo ella, y se dirigió a su tienda. No emitió ningún sonido, pero los dos vieron que le temblaban los hombros bajo la camisa de color rosa, resistente al sol.

—Las mujeres se disgustan —le dijo Wilson al hombre alto—. En realidad no ha sido nada. Los nervios demasiado tensos, y una cosa y otra...

—No —dijo Macomber—. Supongo que ahora llevaré esa cruz el resto de mi vida.

—Tonterías. Tomemos una copa de este matagigantes —dijo Wilson—. Olvídelo todo. No ha sido nada.

—Lo intentaremos —dijo Macomber—. De todos modos, nunca olvidaré lo que hizo por mí.

—Nada —dijo Wilson—. Tonterías.

De modo que se quedaron sentados a la sombra. Habían instalado el campamento bajo unas acacias de ancha copa, y detrás de ellos había un precipicio salpicado de rocas, delante una extensión de hierba que iba hasta la orilla de un arroyo lleno de rocas, y más allá un bosque. Tomaron sus bebidas de lima, enfriadas al punto, y evitaron mirarse a los ojos mientras los criados preparaban la mesa para comer. Wilson se dio cuenta de que todos los criados ya estaban al corriente, y cuando vio al criado personal de Macomber mirando a su amo lleno de curiosidad mientras ponía los platos en la mesa le espetó unas palabras en swahili. El chico apartó la mirada. Estaba pálido.

—¿Qué le estaba diciendo? —preguntó Macomber.

—Nada. Le he dicho que se espabilara o me encargaría de que le dieran quince de los buenos.

—¿Quince qué? ¿Azotes?

—Es ilegal —dijo Wilson—. Se supone que debemos multarlos.

—¿Y usted aún los azota?

—Oh, sí. Si decidieran quejarse armarían un follón de mil demonios. Pero no se quejan. Lo prefieran a las multas.

—¡Qué raro! —dijo Macomber.

—No, la verdad es que no es raro —dijo Wilson—. Usted, ¿qué preferiría, perder el sueldo o que le dieran unos buenos azotes?

Pero enseguida se avergonzó de haberle hecho aquella pregunta, y antes de que Macomber pudiera contestar añadió:

—A todos nos dan una paliza todos los días, sabe, de uno u otro modo.

Eso tampoco lo arregló. Dios mío, se dijo. Qué diplomático soy.

—Sí, a todos nos dan una paliza —dijo Macomber, todavía sin mirarle—. Siento muchísimo lo del león. No tiene por qué salir de aquí, ¿verdad? Quiero decir que nadie tiene por qué enterarse, ¿no cree?

—¿Quiere decir si lo contaré en el Mathaiga Club? —Ahora Wilson lo miraba fríamente. No se esperaba eso. Así que además de un maldito cobarde es un maldito cabrón, se dijo. Me caía bastante bien hasta hoy. Pero con los americanos nunca se sabe.

—No —dijo Wilson—. Soy un cazador profesional. Nunca hablamos de nuestros clientes. Puede estar tranquilo por lo que a eso respecta. Además, se supone que es de mal tono pedirnos que no hablemos.

Acababa de decidir que lo más fácil sería romper cualquier asomo de amistad. Comería solo, y durante las comidas podría leer. Todos comerían solos. Durante el safari mantendría con ellos esa relación más formal —¿cómo lo llamaban los franceses?, distinguida consideración— y sería muchísimo más fácil que tener que pasar por toda esa basura emocional. Le insultaría y romperían limpiamente su amistad. Luego podría leer algún libro a la hora de comer y seguiría bebiéndose el whisky de los Macomber. Esa era la frase adecuada para cuando un safari iba mal. Te topabas con otro cazador y le preguntabas: «¿Cómo va todo?», y él te contestaba: «Oh, todavía sigo bebiéndome su whisky», y sabías que todo se había ido al garete.

—Lo siento —dijo Macomber, y lo miró con esa cara de americano que seguiría siendo adolescente hasta que alcanzara la mediana edad, y Wilson observó su pelo cortado a cepillo, su mirada apenas furtiva, la hermosa nariz, sus finos labios y la apuesta barbilla—. Siento mucho no haberme dado cuenta. Hay muchas cosas que ignoro.

Qué podía hacer, pues, se dijo Wilson. Estaba a punto de acabar con aquella relación de una manera rápida y limpia, y el miserable se ponía a disculparse después de haberlo insultado.

—No se preocupe por lo que yo pueda decir —replicó Wilson—. Tengo que ganarme la vida. Ya sabe que en África ninguna mujer falla cuando dispara a su león y ningún hombre blanco sale nunca por piernas.

—Pues yo salí corriendo como un conejo —dijo Macomber.

Bueno, qué demonios había que hacer con un hombre que hablaba así, se preguntó Wilson.

Wilson miró a Macomber con sus ojos azules y apagados de quien sabe manejar una ametralladora y el otro le devolvió la sonrisa. Tenía una agradable sonrisa si no te fijabas en cómo lo delataban los ojos cuando estaba ofendido.

—A lo mejor puedo arreglarlo cuando cacemos búfalos —dijo Macomber—. Cazaremos búfalos, ¿verdad?

—Por la mañana, si quiere —le dijo Wilson. Tal vez se había equivocado. Desde luego, así era como había que tomárselo. Desde luego, no se sabía nunca con estos americanos. Ahora ya volvía a estar del lado de Macomber. Si conseguía olvidarse de esa mañana. Pero claro, no podía. Aquella había sido una mala mañana con ganas.

—Aquí viene la memsahib —dijo. Volvía de su tienda, parecía haberse refrescado y se la veía alegre y encantadora. Su cara era un óvalo perfecto, tan perfecto que esperabas que fuera estúpida. Pero no lo era, se dijo Wilson, no, no era estúpida.

—¿Cómo está el guapo señor Wilson de cara roja? ¿Te encuentras mejor, Francis, tesoro?

—Oh, mucho mejor —dijo Francis.

—Ya no quiero pensar más en eso —dijo Margaret, sentándose a la mesa—. ¿Qué más da que Francis sea bueno o no matando leones? No es su oficio. Es el oficio del señor Wilson. El señor Wilson impresiona bastante matando cualquier cosa. Usted mata cualquier cosa, ¿verdad?

—Oh, lo que sea —dijo Wilson—. Sencillamente, lo que sea. —Son las más duras del mundo; las más duras, las más crueles, las más depredadoras y las más atractivas, y sus hombres se han ablandado o se han quedado con los nervios destrozados mientras ellas se endurecían. ¿O es que solo escogen a los hombres que pueden manejar? Aunque a la edad en que se casan eso no pueden saberlo, se dijo Wilson. Dio gracias por haber aprobado ya la asignatura de las mujeres americanas, porque aquella era muy atractiva.

—Iremos a cazar búfalos por la mañana —le dijo a Margaret.

—Yo iré —dijo ella.

—No, no irá.

—Oh, sí, iré. ¿Puedo, Francis?

—¿Por qué no te quedas en el campamento?

—Por nada del mundo —dijo ella—. No me perdería algo como lo de hoy por nada del mundo.

Cuando Margaret se fue a llorar, estaba pensando Wilson, parecía una mujer estupenda de verdad. Parecía comprender, darse cuenta de las cosas, que se apenaba por él y por ella y que sabía cuál era realmente la situación. Está fuera veinte minutos y ahora vuelve recubierta de esa crueldad femenina americana. No hay quien pueda con ellas. Desde luego, no hay quien pueda con ellas.

—Mañana montaremos otro numerito para ti —dijo Francis Macomber.

—Usted no viene —dijo Wilson.

—Está usted muy equivocado —le contestó ella—. Y tengo muchísimas ganas de verle actuar de nuevo. Esta mañana ha estado fabuloso, si es que es fabuloso volarle la cabeza a un animal.

—Aquí está la comida —dijo Wilson—. Está contenta, ¿verdad?

—¿Por qué no? No he venido aquí a bostezar.

—Bueno, no ha sido aburrido —dijo Wilson. Desde donde estaba podía ver las rocas del río y la orilla elevada del otro lado, con los árboles, y se acordó de lo ocurrido por la mañana.

—Oh, no —dijo ella—. Ha sido encantador. Y mañana. No sabe lo impaciente que estoy por salir mañana.

—Lo que le ofrece es alce africano —dijo Wilson.

—Son aquellos animales que parecen vacas y saltan como liebres, ¿verdad?

—Supongo que es una manera de describirlos —dijo Wilson.

—La carne es muy buena —dijo Macomber.

—¿Lo has matado tú? —preguntó Margaret.

—Sí.

—No son peligrosos, ¿verdad?

—Solo si te caen encima —dijo Wilson.

—Me alegra saberlo.

—¿Por qué no dejas de joder, Margot? —dijo Macomber, cortando el bistec de alce africano y colocando un poco de puré de patata, salsa y zanahoria en el tenedor vuelto del revés que atravesaba el trozo de carne.

—Supongo que podré —dijo ella—, ya que lo has expresado tan finamente.

—Esta noche brindaremos con champán por el león —dijo Wilson—. A mediodía hace demasiado calor.

—Oh, el león —dijo Margot—. ¡Se me había olvidado el león!

Así que, se dijo Robert Wilson, lo que pasa es que ella le está tomando el pelo, ¿no? ¿O quizá es la manera que tiene de montar el numerito? ¿Cómo ha de comportarse una mujer cuando descubre que su marido es un maldito cobarde? Es condenadamente cruel, pero todas son crueles. Son las que mandan, desde luego, y para mandar a veces hay que ser cruel. Sin embargo, ya estoy hasta las narices de su maldito terrorismo.

—Tome un poco más de alce —le dijo a Margaret cortésmente.

Al caer la tarde Wilson y Macomber salieron en el vehículo con el conductor nativo y dos porteadores de armas. La señora Macomber se quedó en el campamento. Hacía demasiado calor para salir, dijo, ya los acompañaría por la mañana temprano. Cuando se alejaban, Wilson la vio de pie debajo del gran árbol, y le pareció más guapa que hermosa, con su camisa caqui levemente rosada, el pelo negro echado para atrás y recogido en una trenza en la nuca, su cutis tan lozano, se dijo, como si estuviera en Inglaterra. Los saludó con la mano cuando el coche se alejó a través de la llanura pantanosa de altas hierbas y giró para cruzar entre los árboles y adentrarse en las pequeñas colinas cubiertas de sabana.

En la sabana encontraron un rebaño de impalas, y salieron del coche y acecharon un viejo macho de cuernos largos y de gran envergadura, y Macomber lo mató con un meritorio disparo que derribó al animal a unos doscientos metros de distancia y puso al rebaño en desenfrenada huida, los animales saltando y encaramándose en las grupas de los que iban delante, con unos saltos en los que estiraban las largas piernas de una manera tan increíble que parecía que flotaran, como en los saltos que a veces se dan en sueños.

—Ha sido un buen disparo —dijo Wilson—. Son un objetivo pequeño.

—¿La cabeza vale la pena? —preguntó Macomber.

—Es excelente —le dijo Wilson—. Si dispara así no t...

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  • PublisherScribner
  • Publication date2018
  • ISBN 10 1476787670
  • ISBN 13 9781476787671
  • BindingPaperback
  • Number of pages384
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