Eliza Sommers es una joven chilena que vive en Valparaiso en 1849, el ano que se descubre oro en California.
Su amante, Joaquin Andieta, parte hacia el norte decidido a encontrar fortuna, y ella decide seguirlo. El viaje infernal, escondida en la cala de un velero, y la busqueda de su amante en una tierra de hombres solos y prostitutas atraidos por la fiebre del oro, transforman a la joven inocente en una mujer fuera de lo comun. Eliza recibe ayuda y afecto de Tao Chi'en, un medico chino, quien la conducira de la mano en un itinerario memorable por los misterios y contradicciones de la condicion humana.
Hija de la fortuna es un retrato papitante de una epoca marcada por la violencia y la codicia en la cual los protagonistas rescatan el amor, la amistad, la compasion y el valor. En esta su mas ambiciosa novel, Isabel Allende presenta un universo fascinante, poblado de entranables personajes que, como tantos otros de la autora, se quedan para siempre en la memoria y el corazon de los lectores.
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Isabel Allende is the author of twelve works of fiction, including the New York Times bestsellers Maya’s Notebook, Island Beneath the Sea, Inés of My Soul, Daughter of Fortune, and a novel that has become a world-renowned classic, The House of the Spirits. Born in Peru and raised in Chile, she lives in California.
PRIMERA PARTE
1843-1848
Valparaíso
Todo el mundo nace con algún talento especial y Eliza Sommers descubrió temprano que ella tenía dos: buen olfato y buena memoria. El primero le sirvió para ganarse la vida y el segundo para recordarla, si no con precisión, al menos con poética vaguedad de astrólogo. Lo que se olvida es como si nunca hubiera sucedido, pero sus recuerdos reales o ilusorios eran muchos y fue como vivir dos veces. Solía decirle a su fiel amigo, el sabio Tao Chi’en, que su memoria era como la barriga del buque donde se conocieron, vasta y sombría, repleta de cajas, barriles y sacos donde se acumulaban los acontecimientos de toda su existencia. Despierta no era fácil encontrar algo en aquel grandísimo desorden, pero siempre podía hacerlo dormida, tal como le enseñó Mama Fresia en las noches dulces de su niñez, cuando los contornos de la realidad eran apenas un trazo fino de tinta pálida. Entraba al lugar de los sueños por un camino muchas veces recorrido y regresaba con grandes precauciones para no despedazar las tenues visiones contra la áspera luz de la consciencia. Confiaba en ese recurso como otros lo hacen en los números y tanto afinó el arte de recordar, que podía ver a Miss Rose inclinada sobre la caja de jabón de Marsella que fuera su primera cuna.
—Es imposible que te acuerdes de eso, Eliza. Los recién nacidos son como los gatos, no tienen sentimientos ni memoria —sostenía Miss Rose en las pocas ocasiones en que hablaron del tema. Sin embargo, esa mujer mirándola desde arriba, con su vestido color topacio y las hebras sueltas del moño alborotadas por el viento, estaba grabada en la memoria de Eliza y nunca pudo aceptar la otra explicación sobre su origen. —Tienes sangre inglesa, como nosotros —le aseguró Miss Rose cuando ella tuvo edad para entender—. Sólo a alguien de la colonia británica se le habría ocurrido ponerte en una cesta en la puerta de la Compañía Británica de Importación y Exportación. Seguro conocía el buen corazón de mi hermano Jeremy y adivinó que te recogería. En ese tiempo yo estaba loca por tener un hijo y tú caíste en mis brazos enviada por el Señor, para ser educada en los sólidos principios de la fe protestante y el idioma inglés. —¿Inglesa tú? Niña, no te hagas ilusiones, tienes pelos de india, como yo —refutaba Mama Fresia a espaldas de su patrona. El nacimiento de Eliza era tema vedado en esa casa y la niña se acostumbró al misterio. Ése, como otros asuntos delicados, no lo mencionaba ante Rose y Jeremy Sommers, pero lo discutía en susurros en la cocina con Mama Fresia, quien mantuvo invariable su descripción de la caja de jabón, mientras que la versión de Miss Rose fue adornándose con los años hasta convertirse en un cuento de hadas. Según ella, la cesta encontrada en la oficina estaba fabricada del mimbre más fino y forrada en batista, su camisa era bordada en punto abeja y las sábanas orilladas con encaje de Bruselas, además iba arropada con una mantita de piel de visón, extravagancia jamás vista en Chile. Con el tiempo se agregaron seis monedas de oro envueltas en un pañuelo de seda y una nota en inglés explicando que la niña, aunque ilegítima, era de muy bue na estirpe, pero Eliza nunca vislumbró nada de eso. El visón, las monedas y la nota desaparecieron convenientemente y de su nacimiento no quedó rastro. La explicación de Mama Fresia, sin embargo, se parecía más a sus recuerdos: al abrir la puerta de la casa una mañana a finales del verano, encontraron una criatura de sexo femenino desnuda dentro de una caja. —De mantita de visón y monedas de oro, nada. Yo estaba allí y me acuerdo muy bien. Venías tiritando en un chaleco de hombre, ni un pañal te habían puesto, y estabas toda cagada. Eras una mocosa colorada como una langosta recocida, con una pelusa de choclo en la coronilla. Ésa eras tú. No te hagas ilusiones, no naciste para princesa y si hubieras tenido el pelo tan negro como lo tienes ahora, los patrones habrían tirado la caja en la basura —sostenía la mujer. Al menos todos coincidían en que la niña entró en sus vidas el 15 de marzo de 1832, año y medio después de la llegada de los Sommers a Chile, y por esa razón designaron la fecha como la de su cumpleaños. Lo demás siempre fue un cúmulo de contradicciones y Eliza concluyó finalmente que no valía la pena gastar energía dándole vueltas, porque cualquiera que fuese la verdad, de ningún modo podía remediarse. Lo importante es lo que uno hace en este mundo, no cómo se llega a él, solía decirle a Tao Chi’en durante los muchos años de su espléndida amistad, pero él no estaba de acuerdo, le resultaba imposible imaginar su propia existencia separado de la larga cadena de sus antepasados, quienes habían contribuido no sólo a darle sus características físicas y mentales, sino que también le habían legado el karma. Su suerte, creía, estaba determinada por las acciones de los parientes que habían vivido antes, por eso se debía honrarlos con oraciones diarias y temerlos cuando aparecían en espectrales ropajes a reclamar sus derechos. Tao Chi’en podía recitar los nombres de todos sus antepasados, hasta los más remotos y venerables tatarabuelos muertos hacía más de un siglo. Su mayor preocupación en los tiempos del oro consistía en regresar a morir en su pueblo en China para ser enterrado junto a los suyos; de lo contrario su alma vagaría para siempre a la deriva en tierra extranjera. Eliza se inclinaba naturalmente por la historia de la primorosa cesta —a nadie en su sano juicio le gusta aparecer en una caja de jabón ordinario— pero en honor a la verdad no podía aceptarla. Su olfato de perro perdiguero recordaba muy bien el primer olor de su existencia, que no fue el de sábanas limpias de batista, sino de lana, sudor de hombre y tabaco. El segundo fue un hedor montuno de cabra. Eliza creció mirando el mar Pacífico desde el balcón de la residencia de sus padres adoptivos. Encaramada en las laderas de un cerro del puerto de Valparaíso, la casa pretendía imitar el estilo en boga entonces en Londres, pero las exigencias del terreno, el clima y la vida de Chile habían obligado a hacerle modificaciones sustanciales y el resultado era un adefesio. Al fondo del patio fueron naciendo como tumores orgánicos varios aposentos sin ventanas y con puertas de mazmorra, donde Jeremy Sommers almacenaba la carga más preciosa de la compañía, que en las bodegas del puerto desaparecía. —Éste es un país de ladrones, en ninguna parte del mundo la oficina gasta tanto en asegurar la mercadería como aquí. Todo se lo roban y lo que se salva de los rateros, se inunda en invierno, se quema en verano o lo aplasta un terremoto —repetía cada vez que las mulas acarreaban nuevos bultos para descargar en el patio de su casa. De tanto sentarse ante la ventana a ver el mar para contar los buques y las ballenas en el horizonte, Eliza se convenció de que era hija de un naufragio y no de una madre desnaturalizada capaz de abandonarla desnuda en la incertidumbre de un día de marzo. Escribió en su diario que un pescador la encontró en la playa entre los restos de un barco destrozado, la envolvió en su chaleco y la dejó ante la casa más grande del barrio de los ingleses. Con los años concluyó que ese cuento no estaba mal del todo: hay cierta poesía y misterio en lo que devuelve el mar. Si el océano se retirara, la arena expuesta sería un vasto desierto húmedo sembrado de sirenas y peces agónicos, decía John Sommers, hermano de Jeremy y Rose, quien había navegado por todos los mares del mundo y describía vívidamente cómo el agua bajaba en medio de un silencio de cementerio, para volver en una sola ola descomunal, llevándose todo por delante. Horrible, sostenía, pero al menos daba tiempo para escapar hacia las colinas, en cambio en los temblores de tierra las campanas de las iglesias repicaban anunciando la catástrofe cuando ya todo el mundo escapaba entre los escombros. En la época en que apareció la niña, Jeremy Sommers tenía treinta años y empezaba a labrarse un brillante futuro en la Compañía Británica de Importación y Exportación. En los círculos comerciales y bancarios gozaba fama de honorable: su palabra y un apretón de manos equivalían a un contrato firmado, virtud indispensable para toda transacción, porque las cartas de crédito demoraban meses en cruzar los océanos. Para él, carente de fortuna, su buen nombre era más importante que la vida misma. Con sacrificio había logrado una posición segura en el remoto puerto de Valparaíso, lo último que deseaba en su organizada existencia era una criatura recién nacida que viniera a perturbar sus rutinas, pero cuando Eliza cayó en la casa no pudo dejar de acogerla, porque al ver a su hermana Rose aferrada a la chiquilla como una madre, le flaqueó la voluntad.
Entonces Rose tenía sólo veinte años, pero ya era una mujer con pasado y sus posibilidades de hacer un buen matrimonio podían considerarse mínimas. Por otra parte, había sacado sus cuentas y decidido que el matrimonio resultaba, aun en el mejor de los casos, un pésimo negocio para ella; junto a su hermano Jeremy gozaba de la independencia que jamás tendría con un marido. Había logrado acomodar su vida y no se dejaba amedrentar por el estigma de las solteronas, por el contrario, estaba decidida a ser la envidia de las casadas, a pesar de la teoría en boga de que cuando las mujeres se desviaban de su papel de madres y esposas les salían bigotes, como a las sufragistas, pero le faltaban hijos y ésa era la única congoja que no podía transformar en triunfo mediante el ejercicio disciplinado de la imaginación. A veces soñaba con las paredes de su habitación cubiertas de sangre, sangre ensopando la alfombra, sangre salpicada hasta el techo, y ella al centro, desnuda y desgreñada como una lunática, dando a luz una salamandra. Despertaba gritando y pasaba el resto del día desorbitada, sin poder librarse de la pesadilla. Jeremy la observaba preocupado por sus nervios y culpable por haberla arrastrado tan lejos de Inglaterra, aunque no podía evitar cierta satisfacción egoísta con el arreglo que ambos tenían. Como la idea del matrimonio jamás se le había pasado por el corazón, la presencia de Rose resolvía los problemas domésticos y sociales, dos aspectos importantes de su carrera. Su hermana compensaba su naturaleza introvertida y solitaria, por eso soportaba de buen talante sus cambios de humor y sus gastos innecesarios. Cuando apareció Eliza y Rose insistió en quedarse con ella, Jeremy no se atrevió a oponerse o expresar dudas mezquinas, perdió galantemente todas las batallas por mantener al bebé a la distancia, empezando por la primera cuando se trató de darle un nombre.
—Se llamará Eliza, como nuestra madre, y llevará nuestro apellido —decidió Rose apenas la hubo alimentado, bañado y envuelto en su propia mantilla. —¡De ninguna manera, Rose! ¿Qué crees que dirá la gente? —De eso me encargo yo. La gente dirá que eres un santo por acoger a esta pobre huérfana, Jeremy. No hay peor suerte que no tener familia. ¿Qué sería de mí sin un hermano como tú? —replicó ella, consciente del espanto de su hermano ante el menor asomo de sentimentalismo. Los chismes fueron inevitables, también a eso debió resignarse Jeremy Sommers, tal como aceptó que la niña recibiera el nombre de su madre, durmiera los primeros años en la pieza de su hermana e impusiera bullicio en la casa. Rose divulgó el cuento increíble de la lujosa cesta depositada por manos anónimas en la oficina de la Compañía Británica de Importación y Exportación y nadie se lo tragó, pero como no pudieron acusarla de un desliz, porque la vieron cada domingo de su vida cantando en el servicio anglicano y su cintura mínima era un desafío a las leyes de la anatomía, dijeron que el bebé era producto de una relación de él con alguna pindonga y por eso la estaban criando como hija de familia. Jeremy no se dio el trabajo de salir al encuentro de los rumores maliciosos. La irracionalidad de los niños lo desconcertaba, pero Eliza se las arregló para conquistarlo. Aunque no lo admitía, le gustaba verla jugando a sus pies por las tardes, cuando se sentaba en su poltrona a leer el periódico. No había demostraciones de afecto entre ambos, él se ponía rígido ante el mero hecho de estrechar una mano humana, la idea de un contacto más íntimo le producía pánico.
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