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Llévame contigo (Spanish Edition) - Softcover

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9780147509383: Llévame contigo (Spanish Edition)

Synopsis

Carlos Frías, premiado periodista e hijo de cubanos exiliados, nacido en Estados Unidos, se crió oyendo sobre la tierra natal de sus padres sólo en parábolas. La Cuba de sus padres, la que dejaron atrás hacía cuatro décadas, era etérea. Para él existía solo en sus anécdotas y en la familia que permanecía en Cuba —meros fantasmas del otro lado de la línea de teléfono—.

Hasta que enfermó Castro.

Enviado a Cuba por su periódico cuando el país se empezaba a cerrar a la prensa extranjera en agosto de 2006, Frías se embarcó en la travesía secreta de su vida —doce días en la tierra de sus padres—. Esa experiencia llevó a esta evocativa, espectacular e inolvidable memoria.

Llévame contigo está escrita a través de la mirada única de un cubano-americano de primera generación, contemplando aquel país prohibido de sus ancestros por primera vez. Llévame contigo brinda una mirada fresca de Cuba, despojada de un abierto comentario político, enfocándose en vez en las duras y tangibles vidas de las personas que viven en la Cuba de Castro. Frías toma a la nación isleńa de hoy, e intenta reconstruir cómo fue el pasado para sus padres, volviendo sobre sus pasos, buscando sus raíces y descubriendo su historia. El libro genera reacciones duraderas e inesperadas en su familia a ambos lados del Estrecho de Florida —y en el mismo autor—.

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About the Author

Carlos Frías, reportero de proyectos especiales para la sección de deportes de The Palm Beach Post, es un premiado escritor que ha sido considerado uno de los periodistas jóvenes más destacados del país. Vive en Pembroke Pines, Florida.

Excerpt. © Reprinted by permission. All rights reserved.

Marco y cuelgo. Marco y cuelgo, hasta que finalmente lo dejo dar timbre. No hay una forma fácil de decirlo, así que al oír su voz simplemente lo suelto:

—ˇPapi, me voy a Cuba!

La primera llamada que hago al saber que voy a Cuba es para mi padre.

Su silencio aparece como lo esperaba. No es más que un momento de ecos silentes entre nosotros que resuenan y rebotan a través del vacío que separa a un padre y a un hijo. Para mí, el vacío de lo desconocido. Para él, un espacio traicionero con memorias de lo que fue su vida. Al fondo, a través de su teléfono celular, puedo escuchar claramente el ruido blanco de la bodega mientras reflexiona sobre mis palabras. Es un instante, pero es suficiente para que ambos nos percatemos de lo que esto significa.

Yo sé cómo se siente mi padre con la idea de regresar a Cuba: mientras Fidel Castro esté en el poder, él nunca podrá regresar.

“żCómo voy a volver? żCómo voy a ir y gastar mi dinero allá? żCómo voy a apoyar un sistema que me botó de mi propio país?”

El recuerdo de sus palabras resuena en nuestro silencio como unas lejanas campanas de iglesia.

Yo nunca había cuestionado su manera de pensar, pues coincide con la de la mayoría de los cubanoamericanos de mi generación. Aquellos que nacieron en los Estados Unidos y solo son cubanos por medio de las anécdotas de sus padres, de la idea de que visitar Cuba es como visitar el Cielo o el Infierno. Suponemos que iremos algún día, pero realmente nunca imaginamos hacerlo.

Yo tengo la oportunidad de ir a las Puertas del Cielo. Pero mi padre es mi San Pedro, él está de guardia, como siempre lo ha estado, y yo sé que no puedo ir sin su bendición. Puedo oír sus pensamientos, verlos girando en el aire entre nosotros como si hubiera lanzado un conjuro y me estuviera enviando las imágenes telepáticamente, ponderando mi dignidad, evaluando mi disposición de valorar lo que él sabe.

Es la mańana del 5 de noviembre de 1969, un día después de su cumpleańos cuarenta y dos, está viendo por la ventana de un avión de pasajeros, mirando un mundo borroso lleno de verdes exuberantes y trazos de tierra colorada, mientras las ruedas dejan el suelo y su conexión con su hogar se rompe para siempre. Deja atrás todo lo que conocía, todo lo que lo definía: su infancia en la finca familiar en el lado más al este de la provincia de Oriente, donde creció siendo uno de once nińos; su vida como hombre de negocios en la capital, la ciudad de La Habana, donde él y sus cuatro hermanos, los guajiros del país, se hicieron un nombre —Los hermanos Frías de Marianao— como cafetaleros y emprendedores; el tiempo que pasó en la cárcel como preso político por tratar de abandonar una revolución en ciernes; su esclavitud excavando letrinas, quemando cańa, en un campo agrícola por dos ańos para ganar así su libertad, para ganar el derecho a ser llamado “gusano” y tener que hacer una vida en el exilio, para no ver su país de nuevo.

Todo eso, lo bueno y lo malo, fue su casa; su patria. Las imágenes flotan entre los dos. Por primera vez en treinta y siete ańos, alguien de su familia le pide permiso para visitar ese lugar, su propio hijo.

—żMe lo juras? —finalmente dice.

—Sí, papi, te lo juro.

Otra pausa, otra vida de recuerdos pasa sobre nosotros en un instante.

—Entonces... Llévame contigo —dice.

Un punto caliente comienza a crecer y crecer en el centro de mi pecho, primero del tamańo de un alfiler, luego puedo sentir el calor saliendo desde la punta de los dedos de mis manos, de mis pies y de los pelos detrás de mi cuello. San Pedro sonríe, se hace a un lado y hace una seńal para darme paso.

Para un muchacho cubano que no es de Cuba, crecer en Miramar y no en Miami, Florida, se siente un poco como vivir en el exilio mismo.

Cuando visitaba a su familia en casa de su abuela Teresa, algo cobraba vida en este hijo único de una forma que no podía articular. Él sentía que era como ir a casa. La visita significaba ver a las tías, tíos y primos, con quienes compartía su historia. Este ritual era una religión, pero era algo mucho más enriquecedor y verdadero para él que las oraciones y reverencias ensayadas en la escuela católica.

Manejar al sur parecía tomar horas. El muchacho solía acostarse en los asientos de cuero blanco del Cadillac vino tinto de su padre, mientras los faroles naranja pasaban sobre su cabeza y alguien leía las noticias en espańol en alguna estación AM. Cabeceaba, sońando con los juegos que él y sus primos jugarían, y tratando de recordar todas las historias de la escuela que podría compartir con ellos.

Su padre tenía una llave de la casa de la Abuela, él nunca preguntó por qué, lo único que sabía era que cuando la cerradura pasaba y la puerta se abría, el olor a café cubano recién colado, el murmullo del espańol hablado y las risas de los otros nińos eran como Navidad. El nińo besaba a todos sus tíos y tías y dejaba que la Abuela lo apretujara en su regazo. Sin embargo, su atención de inmediato se fijaba en la risa de los otros nińos, en sus gritos y en las nuevas discusiones que lo impulsaban a escaparse de los brazos de su Abuela para unirse al juego.

Todos sus primos tenían hermanos, pero esto no era un problema para el nińo, quien era el más joven de todos ellos. Lo supieran o no, él los adoptó como sus propios hermanos. Fue con ellos, y no en la escuela, donde aprendió a jugar a los juegos de su juventud: escondidos y cuatro esquinas, juegos que los padres atesoran porque les permiten alcanzar un momento de tranquilidad. Los primos podían hablar, jugar, pelear y bromear hasta tarde, hasta que el nińo reconocía el sonido del llavero de su padre, como seńal de que era hora de volver al exilio.

Pero, incluso en el exilio, el nińo encontró un santuario para su cultura. Siempre hablaba en espańol con sus padres, con su Abuelita Elisa y con su Abuelito Pepe, los vecinos de al lado, quienes cuidaban de él mientras sus padres trabajaban en la joyería que tenían en Carol City. Sus abuelitos cubanos no eran abuelos de sangre, pero ellos ayudaron a criar al nińo hasta que se convirtió en un adolescente. Cuando alguien le preguntaba acerca de sus abuelos, ellos eran los que venían a su mente: el alto, rubio de ojos azules, el Gallego Pepe, quien podía arreglar una regadera o hacer una silla y un juego de comedor de una tubería de PVC; y la suave y redonda Elisa, con su rostro amable y por risa un cacareo, quien le daba al nińo las más suaves y rítmicas palmadas en la espalda cuando se abrazaban. En la televisión siempre estaba la telenovela o el noticiero de la noche en espańol. El nińo se sentaba entre sus abuelitos con un café cubano aguado, comiendo crujientes galletas cubanas, sintiendo que estaba exactamente donde quería estar.

Cerca de la hora en que sus padres debían estar de vuelta de la joyería, el nińo y el Abuelo Pepe se sentaban en el porche mirando el boulevard de cuatro carriles frente a su casa y contaban cuántos Volkswagen Escarabajo pasaban. Cada uno escogía un lado. Casi siempre uno de los carriles tenía indudablemente muchos más escarabajos que el otro. El nińo le creía cuando el Abuelo bromeaba con que el fumigador estaba persiguiéndolos.

Cuando las luces del Chevy Nova de sus padres aparecían en la vereda, el nińo besaba a su Abuelito, corría a besar a su Abuelita y guardaba la silla plegable donde había estado sentado —un lugar para todo y todo en su lugar, le recordaba siempre su Abuelito.

Luego de un bańo rápido, el nińo corría al cuarto de sus padres y abrazaba a su papá, recostado en el arco de su brazo. Cada noche, su padre tenía una nueva historia para dormir contada en espańol. A veces, eran las que el padre de su padre solía contarle, como una sobre tres perros que salvan a su maestro de un león con el que se tropezó en la pradera. (żHabían leones en Cuba? El nińo suspendía su incredulidad). Otras de las historias eran inventadas por su padre en la misma noche. Muchas veces el nińo decía, “Papi, cuéntame otra vez la del loro que se fue en un largo viaje”, y su padre lo miraba totalmente confundido; una vez que la fábula salía de su boca, desaparecía y solamente era guardada en la memoria del nińo.

Gran parte del tiempo, mientras estaban acostados en la oscuridad, su padre simplemente hablaba acerca de lo que era crecer en una finca en Cuba con sus diez hermanos. Hubo un momento en que, cuando nińos, él y su hermano más joven, Ramón, se escabulleron a las casas de tabaco y se hicieron de un tabaco con un pie de largo. Se sentaron a la sombra de una mata de aguacate y fumaron hasta que se pusieron verdes y con ganas de vomitar. Tiempo después, cuando tenía catorce ańos, se fue solo a la ciudad con un carro lleno de tomates para venderlos. Le contó que si un pueblo estaba recargado de tomates, se iba en el tren y lo intentaba en otro pueblo; todo esto sin decirles a sus padres. Vendió todos los tomates en un día y permaneció allí el resto de la semana con parientes. El nińo permanecía quieto al escuchar a su padre suspirar mientras le contaba cómo lo recibió su madre, con lágrimas en los ojos, cuando abrió la puerta de la pequeńa finca la noche en que regresó.

Estas serían las noches que formarían al nińo, las historias que él recordaría mejor. Cuando su padre contaba la historia de su vida, desde su crianza en la granja, hasta cómo terminaron los cinco hermanos en La Habana y cómo se convirtieron en los hermanos Frías de Marianao. Esa era la historia favorita de su padre, podía contarla no sólo en las noches, sino también cuando le enseńaba a jugar ajedrez (juego que aprendió en la cárcel). Ellos repasaban las historias cuando recogían toronjas o mangos de los árboles del patio. Su padre revivió su historia durante toda la infancia del nińo. Todavía lo hace. Todavía anhela hacerlo.

El nińo recordó un día que vio los juegos olímpicos, los cubanos se preparaban para boxear contra los estadounidenses. En esta pelea, él se debatía entre dos oponentes invencibles. Conocía a ambos como los rojos, blancos y azules. El nińo era cubano y americano. Y no tenía ninguna respuesta.

—żA quién le voy, Papi?

—Tú siempre tienes que apoyar a los Estados Unidos. Cuba es nuestra patria, pero este país nos ha dado todo —le dijo su padre. Durante la pelea, escuchó a su padre y a sus tíos hablar de Fidel Castro bajo los epítetos: Fidelijueputa... Fideldesgraciado... y el nińo obtuvo su respuesta.

Cuando el nińo se convirtió en un joven, contrastó su pasado y vio que su vida y sus experiencias no eran como las de los otros nińos y nińas de la Escuela Primaria de Fairway, y tampoco como las de sus primos u otros nińos cubanoamericanos que crecieron en el sur. Sus primos, y los otros de su generación, crecieron bajo lo que ellos imaginaron como las luces brillantes de La Pequeńa Habana. A veces, sentía que ellos eran más cubanos que él. El joven veía aquellas luces desde la distancia como un nińo, y sentía la separación. Como su padre, él también anhelaba.

En la universidad, aprendió sobre literatura, teatro y cultura, sobre la vida en los dormitorios y los conciertos al aire libre. Sin embargo, en las noches, todavía juraba ver las luces de La Pequeńa Habana cuando veía el cielo del sur. Allí también había una chica y en ella estaba reflejada su atracción hacia la familia, hacia la cultura, su cultura. Desde cualquier perspectiva, ella era todo lo que es un hogar.

El joven se graduó y dedicó sus ańos de formación como periodista a viajar al sur como escritor deportivo. Su nueva vida le calzaba y aquella chica de la universidad accedió a ser su esposa. Estos jóvenes hicieron su propia vida lejos de casa, en Atlanta, a pesar de que cuando hablaban sobre visitar a sus familiares en el sur de la Florida, ellos hablaban de “ir a la casa”. Él anhelaba su cultura.

En los viajes a casa, ellos lo absorbían todo. Un día, estaban en la boda de alguno de sus primos. Al día siguiente, en la fiesta de cumpleańos del hijo de algún primo. O, tal vez, si todo salía bien, todos los primos se reunían para ir a la playa o jugar póker. Él seguía siendo el “chiquito”, todavía feliz por ser parte de este mundo. La abuela de su esposa le mandaba en su regreso para Atlanta una caja de pastelería cubana, pastelitos de queso y guayaba, su aroma llenaba toda la cabina del avión. Él y su mujer estaban reanimados, y no podían negar la atracción hacia el hogar.

Ese sentimiento tan difuso se cristalizaba en los ojos azul hielo de Elise, su primera hija, quien tomó el nombre de su Abuelita Elisa (en su época, una periodista más allá de su tiempo y la primera escritora que él había conocido). Cuando este joven miró a los ojos de su hija, supo cuál era el futuro para todos ellos. Seis meses más tarde, el joven se encontraba trabajando en las negociaciones para dejar el trabajo de seis ańos y volver a la casa. El llamado de la familia.

Para este joven, él sigue siendo el nińo que reposaba sobre los brazos de su padre, sońando sobre Cuba.

Yo sigo siendo ese nińo.


------------------------------

Mi teléfono celular suena justo después de las 10 de la mańana, como yo sabía que pasaría.

Es quién había pensado: la oficina.

Toda la noche, mi esposa y yo habíamos estado pegados a la televisión. Los presentadores leían y releían las noticias que llegaban esa tarde del lunes 1 de agosto de 2006 desde La Habana. Fidel Castro estaba gravemente enfermo, había sido operado y había pasado el control a su hermano, Raúl. Los expertos opinaban sobre el futuro de Cuba mientras esperaban seńales del futuro del dictador. Las estaciones de noticias reproducían viejos extractos de Castro, tropezando y cayendo sobre su cara luego de un discurso hace unos ańos. Los exiliados cubanos y sus hijos llenaron las calles de La Pequeńa Habana, alzando banderas cubanas y celebrando como si los Marlins hubiesen ganado otra Serie Mundial. La especulación promovía la especulación. El día se volvió noche. Mi televisión no descansó.

Y ahora, mi teléfono suena. A pesar de ser un periodista deportivo, sé que soy uno de los pocos en el grupo del The Palm Beach Post que habla espańol fluido, y ellos saben que además soy cubano. Yo sé por qué me llaman de la oficina, naturalmente, ellos quieren que yo escriba algún tipo de reacción en forma de artículo sobre la enfermedad de Castro, quizá bajar a la Calle Ocho y entrevistar a algunos viejos.

—Yo pensé que recibiría una llamada esta mańana —le digo a mi editor mientras manejo al banco, haciendo unas diligencias—. Déjame adivinar, quieres que baje a la Pequeńa Habana.

—Queremos enviarte a Cuba —dice.

Silencio. En este momento, de mi parte.

—żAló? —dice.

—żEstás jodiendo?

Mi jefe tiene un buen sentido del humor, pero no está bromeando.

Voy a Cuba.

Tengo que correr a la oficina, cerca de setenta millas al norte de mi casa en Pembroke Pines, para ser informado, equipado y provisto de efectivo suficiente para dos semanas y, junto con un fotógrafo, enviado a Cuba por doce días, me dice. Y salgo hoy. Domino el carro y rompo todos los límites de velocidad de vuelta a casa. Llamo a mi padre y sus palabras hacen eco en mi mente, “Llévame contigo... llévame contigo...”, mientras llamo a mi esposa para darle la noticia. Reímos, gritamos, la energía de nuestros nervios podía prender la ciudad.

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  • PublisherC.A. Press
  • Publication date2014
  • ISBN 10 0147509386
  • ISBN 13 9780147509383
  • BindingPaperback
  • LanguageSpanish
  • Number of pages304
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Frias, Carlos
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