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Un día con un perfecto desconocido / A Day With a Perfect Stranger (Spanish Edition) - Softcover

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9780307278333: Un día con un perfecto desconocido / A Day With a Perfect Stranger (Spanish Edition)

Synopsis

La Conversación continúa.Lo último que quería era hablar de Dios.Hablar con él ni le había cruzado por la mente.Mattie Cominsky es una madre dedicada a su familia que se siente abandonada por su esposo, un adicto al trabajo. Cuando su esposo llega a casa un día con el cuento de que acaba de cenar con Dios, Mattie piensa que ha llegado el momento de ponerle fin a su matrimonio ingrato. Convencida de que Nick se ha vuelto un fanático religioso, Mattie —una agnóstica—, ve en un viaje de negocios la oportunidad ideal para reflexionar sobre su matrimonio y el camino que su vida ha tomado.Una vez en el avión, Mattie siente cierto alivio al descubrir que su vecino de asiento comparte su desprecio por la religión. Después de relatar el giro inesperado en la vida de su esposo, la conversación entre los dos no tarda en convertirse en una fascinante exploración de la espiritualidad, Dios y la búsqueda de una comunicación trascendente.A medida que el escepticismo de Mattie se expresa ante la visión perceptiva de este desconocido, ella se enfrenta a su anhelo secreto de una verdadera intimidad y una realización duradera. Y cuando él aborda ciertos acontecimientos en la vida de ella de los que nada podría saber, Mattie comienza a preguntarse si no ha juzgado mal no sólo a Nick sino también al Dios en que ahora dice creer. ¿Quién es este hombre que parece conocer los rincones más secretos de su alma?

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About the Author

David Gregory es el autor de Cena con un perfecto desconocido y coautor de dos libros de ensayos. Después de una carrera profesional de diez años en los negocios, volvió a la universidad para estudiar religión y comunicación, en ambos de los cuales posee un Máster. Gregory es oriundo de Texas.

Excerpt. © Reprinted by permission. All rights reserved.

uno Nunca imaginé que llegaría a ser una de esas mujeres que se alegran de dejar a su familia. No es que los quería abandonar, sólo que me alegraba de poder escaparme por unos cuantos días. O tal vez por hasta más tiempo, en el caso de uno de ellos. Quizá debería haberlo celebrado en lugar de escapar. ¿No es eso lo que una hace con las grandes noticias? Y de ésas teníamos de sobra. Hace unas semanas, Nick, mi marido, me dijo que había conocido a Jesús. No fue uno de esos encuentros típicos con Jesús, al estilo de “he sido salvado”. Quiero decir que conoció a Jesús. Literalmente. En un restaurante italiano de Cincinnati. Desde luego, al principio creí que estaba bromeando. Pero no era una broma. Luego pensé que había tenido alucinaciones. Lo cierto es que trabajaba setenta horas a la semana y dormía poco. Pero Nick insistió en su cuento, lo cual me dejó con un sentimiento de no saber qué hacer. Lo único que sabía era que mi marido estaba convencido de haber cenado con Jesús, y que ahora se había convertido en un cristiano fanático. Ya era bastante ingrato haber visto cómo su dedicación al trabajo lo alejaba de nuestro hogar. Ahora, cuando estábamos juntos, sólo quería hablar de Jesús. No era precisamente lo que yo tenía en mente cuando pensaba en la frase de “hasta que la muerte los separe”. Las cosas ya habían estado bastante tensas entre nosotros sin que Dios se metiera de por medio. Era como si alguien hubiera secuestrado al verdadero Nick y lo hubiera reemplazado por un clon religioso de Nick. Ahí estábamos, viviendo una pseudo felicidad conyugal, cuando de pronto, Nick, al que no sorprenderían ni muerto en el estacionamiento de una iglesia, se convierte en el mejor amigo de Jesús. No es que me oponga a la religión. La gente puede creer en lo que le dé la gana. Pero yo no crecí en un ambiente religioso, nunca fui una persona religiosa ni me había casado con un hombre religioso. Y quería que siguiera así. De modo que alejarme cuatro días de Nick era un alivio. Lo que no quería era dejar a Sara, mi pequeña de dos años. Es verdad que me agradaba la idea de un respiro. A cualquier madre le pasaría lo mismo. Pero nunca me había separado de ella más de dos noches, e incluso al segundo día ya la echaba de menos. Y eso que era mi madre la que se ocupaba de ella. En mi madre al menos confiaba. Con Nick cuidando de ella, no se sabía qué podría pasar. Aunque no era mal padre, cuando estaba en casa y no estaba ocupado con su celular. Pero tenía que hacer este viaje. Uno de mis clientes había construido un hotel en un complejo turístico cerca de Tucson, y quería que yo diseñara los nuevos prospectos. La gerente insistió en mostrarme personalmente las instalaciones. Dijo que tenía que conocerlas de primera mano para captar plenamente su esencia. Yo tenía la esperanza de disfrutar de un masaje gratis. Casi nunca tenía que viajar por mi profesión de diseñadora gráfica, lo cual me parecía bien. La mayo- ría de los contratos que había firmado desde que nos mudamos a Cincinnati eran con empresas locales. A veces volvía a Chicago por algún trabajo, pero incluso con mis clientes antiguos manejaba la mayoría de los asuntos por Internet. Pero en este caso se trataba de mi cliente más importante —desde hacía seis años—, y no era precisamente el momento de decir que no. El viaje tendría que haber sido ir, mirar y volver en un solo día. Dos, a lo máximo. Pero como es imposible conseguir un vuelo sin escalas de Cincinnati a Tucson, reservé un billete con escala en Dallas, lo cual significaba un día de ida y otro de vuelta. Imposible pensar en algo que tuviera menos ganas de hacer durante dos días de mi vida. Además, no me gusta demasiado volar. Prefiero meter un par de cosas en el carro, salir de casa y echarme a la carretera. En un carro nadie te pide que hagas cola, o que te quites los zapatos, ni te obligan a comer un aperitivo de galletas saladas y secas. Tampoco nadie te lleva a un lado ni te obliga a extender los brazos mientras te pasan un detector por todo el cuerpo. ¿Por qué será que siempre me eligen a mí? Además, esa mañana en concreto no me sentía demasiado bien. Sabía que subir a un avión sin haber desayunado no era una idea brillante, ya que ahora ni siquiera sirven la comida sosa que ofrecían de costumbre. Pero pensé que si hacía falta cedería a la tentación de comprarme una merienda. Antes de salir de casa, escribí una nota y la dejé en el mostrador de la cocina. Nick, La pijama de Sara está en el cajón de arriba, por si no te acuerdas. Puede que no te acuerdes, ya que este año no la has acompañado a la cama por la noche. Su cepillo de dientes está en el cajón izquierdo en su baño. He dejado muchos jugos, harina de avena y cereales para el desayuno. Además, le gustan las tostadas con mermelada. Hay una olla con los macarrones que a ella le gustan en la nevera y unas verduras congeladas. Cuando se acabe eso, le gusta comer filetes de pollo. No te olvides de la hora de los cuentos en la biblioteca mañana a las 10:30. Me puedes llamar al celular si me necesi- tas para cualquier cosa relacionada con Sara. Espero que te lo pases magníficamente con tu amigo Jesús. Mattie Fui en mi propio carro hasta el aeropuerto. Nick se había ofrecido a llevarme, pero yo rechacé la oferta. Hacer el trayecto sola era preferible a tener que soportar a Nick hablándome de sus últimos descubrimientos en la Biblia, que ahora leía vorazmente, o a escuchar la radio cristiana, un destino más cruel que la muerte. Estacioné y me dirigí a la terminal. La música suave y la ausencia de cháchara sobre Jesús me procuraban un grato alivio. Milagrosamente pasé por los dispositivos de seguridad sin que me sometieran a ningún tipo de registro especial y me dirigí a la puerta de embarque. Me acomodé en un asiento con mi equipaje de mano y le eché un vistazo a mi tarjeta de embarque. Estupendo, pensé. Me ha tocado un asiento E, en el medio. ¿Por qué no hice la reserva antes para conseguir un mejor asiento? Tal vez pueda cambiarme a un asiento de pasillo en la parte trasera del avión. Un minuto más tarde, la azafata en la puerta de embarque echó mano del micrófono y anunció: —Señoras y señores, nuestro vuelo a Dallas está lleno. Para acelerar el despegue, les rogamos que guarden su equipaje y ocupen sus asientos lo antes posible. Estupendo. Cuando llamaron a embarcar a los pasajeros de primera clase, recordé algo que había olvidado decirle a Nick. Saqué mi celular y lo llamé al despacho. —Nick, estoy en el aeropuerto. —Hola, ¿cómo va todo? —Escucha, olvidé decirte que Laura estará cuidando a Sara con su hijo Chris hasta alrededor de las cinco y media. Los va a llevar a la piscina de la YMCA. —Ningún problema. Llegaré a casa un poco más temprano y prepararé algo para Sara y para mí. —¿Qué? ¿Quieres decir que vas a cocinar? —Sí, este mediodía compré todo lo necesario para hacer espaguetis con albóndigas. —Ahora sé que siempre habrá milagros. Bueno, tengo que irme; mi vuelo está embarcando. —¿Me llamarás esta noche? —Ya veremos, Nick. Puede que esté muy cansada. —Pues, que tengas un viaje excelente. Te quiero. —Ya, adiós Nick. Apagué el celular, tomé mi bolso y mi maleta y me puse en la cola para embarcar justo cuando llamaban a mi grupo. Un segundo después, se escuchó al representante de la compañía ofreciendo dos bonos de viaje de doscientos dólares para quien quisiera tomar un vuelo cuatro horas más tarde. Nadie aceptó la oferta. Cuando ésta subió a trescientos dólares, me aparté de la cola. Quizá tengan un asiento en el pasillo para el próximo vuelo. —¿A qué hora llegaría a Tucson? —pregunté. El agente consultó los vuelos de conexión. —A las diez y veintidós esta noche. Casi a las diez y media. Además, tengo que alquilar un carro y conducir hasta el hotel. Casi me dará la medianoche. Desistí, pensando que estaría demasiado cansada al día siguiente. Volví a la cola con el último grupo de pasajeros, recorrí la rampa de acceso, y esperé unos minutos interminables mientras los demás pasajeros decidían dónde meter sus cosas. Cuando por fin llegué a mi asiento, había espacio suficiente en el compartimiento superior para mi maleta, pero no para mi bolso. Guardé mi maleta y miré hacia los asientos a mi izquierda. Los dos asientos a ambos lados del mío ya estaban ocupados. Dos señores. Estupendo. Apretada como una sardina entre dos hombres durante las próximas dos horas y media. ¿Por qué no me habrán sentado junto a dos mujeres de talla 2? El señor del pasillo se levantó de su asiento para dejarme pasar. Me deslicé en el asiento del medio, resignada a no tener un apoyo para los codos. Los hombres siempre monopolizan los reposabrazos. Me incliné hacia delante, metí mi bolso debajo del asiento de delante, y encogí los hombros para acomodarme en el respaldo. Seguro que será un viaje de lo más entretenido. La temperatura en el interior de la cabina no facilitaba las cosas. Levanté la mano y abrí el conducto de aire. Aquello me alivió un poco. Me recliné y me quedé ahí sentada, con la vista fija hacia delante. No he traído nada para leer. ¿En qué estaría pensando? Debí haber comprado una novela en el aeropuerto. Nunca hago eso. Pero hubiera sido agradable tener algo para distraerme durante un rato. Miré en el bolsillo del asiento de delante. Quizá alguien dejó una revista aquí. Pero no había gran cosa para escoger. Un catálogo de SkyMall que vende aparatos caros que nadie necesita. Instrucciones sobre cómo usar mi asiento como instrumento de flota- ción, en caso de que aterrizáramos en el río Missis- sippi. Saqué la revista mensual de la línea aérea. Empecé a leer un artículo sobre la vida en algún lugar de la costa española. Casas enormes, playas de blancas arenas, aguas claras y transparentes, acantilados espectaculares. ¿Están bromeando? La gente en el mundo real no vive así. En ese momento, sonó mi celular. Me incliné hacia delante, busqué en mi bolso y lo cogí en el cuarto pitido. —¿Aló? —Hola, viajera, ¿qué me cuentas? —Era mi hermana, Julie. —Acabo de embarcar. Estamos esperando a que quiten la manga. —¿Has dejado a Sara en buenas manos o necesitas mi ayuda? —Bueno, en teoría la dejé en buenas manos. Ahora, cómo le vaya a Nick con ella, ya lo veremos cuando vuelva. —¿Con qué la va a alimentar? —Me dijo que iba a cocinar algo. La oí reír. —¿Nick? ¿Cocinar? —Ya lo sé. —¿Ha vuelto al planeta tierra o todavía sigue en las nubes? —Sigue en las nubes. Anda totalmente flipado con ese cuento de Jesús. —¿Qué piensas hacer? —No estoy segura —dije, vacilando—. Hoy llamé a un abogado y me dio hora para la semana que viene. —¡Mattie! ¿En serio? —No lo sé. Quizá sea demasiado pronto. Es que no sé si podré seguir aguantándolo. Quiero decir, las cosas ya estaban bastante mal antes de que a Nick le entrara la vena religiosa. Tal como está todo ahora, no veo cómo lo vamos a superar. —Creía que últimamente Nick pasaba más tiempo contigo y con Sara. —Sí, es verdad. Lo que pasa es que ya no estoy tan segura de que eso sea lo que quiero. Estoy muy confundida. —¿Por qué no vuelves a la terapia? —preguntó—. Quizá otro terapeuta. —¿De qué serviría? No se puede decir que la última ayudó mucho. Además, esta cuestión es muy diferente a la adicción al trabajo de Nick. Sencillamente no veo un punto medio en este asunto de la religión. Tenía ganas de seguir hablando con Julie, pero escuché el aviso por los parlantes del avión. —Tengo que colgar —le dije—. Nos están pidiendo que apaguemos los celulares y todo eso. ¿Te puedo llamar esta noche? También tengo que contarte otra cosa. —No lo sé... puede que salga. —Julie... por una vez, no salgas de copas esta noche. No te conviene. Una de las azafatas pasó a mi lado y me lanzó una mirada. —Te llamaré esta noche —dije—. Procura estar, ¿sí? —De acuerdo. Apagué el celular, lo metí en mi bolso, me eché hacia atrás y cerré los ojos. No puedo creer que Nick y yo no lleguemos ni siquiera a nuestro cuarto aniversario. El avión rodó por la pista y despegó. dos —¿Ha pensado usted en la posibilidad de que su marido haya escogido el camino correcto? El hombre sentado a mi derecha, junto a la ventanilla, había plegado su copia del Wall Street Journal y se giró ligeramente para mirarme. Tenía la pinta de un típico ejecutivo en viaje de negocios: unos treinta y cinco años, traje azul, camisa celeste y corbata roja con dibujos. Era de altura normal, delgado, con pelo oscuro. —¿Perdón? —No pude evitar oír parte de su conversación. ¿Se le ha ocurrido alguna vez que quizá su marido tenga razón? Me lo quedé mirando, incrédula. No podía creer que aquel perfecto desconocido se estuviera metiendo en mis asuntos personales. —¿Razón acerca de qué? —Acerca de Dios. De Jesús. —¿De qué está hablando? —Insisto, no era mi intención oír su conversación... Pero tengo la impresión de que su marido ha encontrado a Dios. La verdad es que oyó mi conversación y ahora sí que me está enojando. —Lo único que ha encontrado mi marido es otra excusa para ir y hacer lo que le da la gana. Y, perdóneme que le diga, no es en absoluto asunto suyo. Me giré y me quedé mirando hacia delante. Intuía que él también se había girado y ahora tenía la vista fija al frente. Los dos guardamos silencio. Esto es muy desagradable. Nunca he tenido un incidente con nadie en un avión. No puedo creer que haya tenido el descaro de hablarme. De repente, el hombre tomó el periódico que tenía en las rodillas y me lo ofreció. —Observé que buscaba algo para leer. ¿Quiere compartir mi Journal? —No —respondí—. Gracias, de todas maneras. Él se dejó dos secciones del Journal sobre las rodi- llas y abrió la tercera. Yo volví a abrir mi revista de la línea aérea. Al cabo de un rato, vi que bajaba su periódico. —¿Le importa si le hago otra pregunta? —dijo. Con el dedo, señalé la página en la revista y la cerré. —No, supongo que no —respondí, intentando mantener cierto nivel de cortesía. Ya sé que me arrepentiré de esto. —¿Alguna vez ha pensado en tener una relación personal con Dios? —No —dije, procurando que no hubiera ni una pizca de emoción en mi voz—. En realidad, no me gusta la religión. —No estoy hablando de religión. Estoy hablando de una relación. —Está hablando de Dios. Eso es religión. —Estoy hablando de conocer a Dios personalmente. —Ya, de acuerdo. —Volví a abrir la revista—. Lo que sea. —¿Cree usted en Dios? —preguntó. —En realidad, no —dije, y sentí que mi cabeza se hundía un poco más en la revista. No quiero perder los estribos con este tipo. —Así que no sabe si Dios existe o no? —¿Quién sabe? —Supongamos que él sabe. Entonces hablamos de la realidad, no de la religión, ¿no le parece? —Mire, cualquier cosa que tenga que ver con Dios es religión —dije, mirándolo—. Y no quiero nada que ver con eso. Él entrelazó los dedos y se los quedó observando un momento antes de volver a mirarme. —De acuerdo, déjeme hacerle una pregunta. Si esta noche usted muriera, ¿sabe dónde iría? —¡No! Dos personas de la fila de delante se dieron vuelta para mirarme. —No —repetí—. No creo que iría a ninguna parte. No sé si iré a alguna parte. No me preocupa el cuento de la vida después de la muerte. Sólo intento seguir adelante con esta vida. —Me llevé la revista a la altura de los ojos y me voltié hacia el pasillo. —Lo sé —insistió él—. Es que lamento ver cómo echa su matrimonio por la borda. Creo que si usted... Con un gesto brusco, arrojé la revista sobre mi falda y me volví hacia él. —Mire, usted no sabe nada de mí, de mi matrimonio ni de mi vida. Y aquí está, intentando meterme sus creencias en la cabeza. Lo último que quiero es una conversación...

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  • PublisherVintage Espanol
  • Publication date2006
  • ISBN 10 0307278336
  • ISBN 13 9780307278333
  • BindingPaperback
  • Number of pages130
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