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Tormenta De Espadas: Cancion De Hielo Y Fuego - Softcover

 
9788496208087: Tormenta De Espadas: Cancion De Hielo Y Fuego
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George R. R. Martin nació en 1948 en Bayonne, Nueva Jersey. Se licenció en periodismo en 1970 y publicó su primera novela, Muerte de la luz, en 1977. Tras una trayectoria deslumbrante como escritor de ciencia ficción, terror y fantasía, se convirtió en guionista de series televisivas como Dimensión desconocida y La bella y la bestia, además de realizar tareas de producción para diversos proyectos cinematográficos. En la actualidad es uno de los autores de mayor éxito en el mundo con la saga Canción de hielo y fuego, cuyas sucesivas entregas le han granjeado un puesto de honor en la literatura fantástica.
Excerpt. © Reprinted by permission. All rights reserved.:
Prólogo
 

El día era gris; hacía un frío glacial, y los perros se negaban a seguir el rastro.
 
La enorme perra negra había olfateado una vez las huellas del oso, había retrocedido y había vuelto a la jauría trotando con el rabo entre las patas. Los perros se apiñaban en la ribera del río con gesto triste mientras el viento los sacudía. El propio Chett notaba cómo el viento le atravesaba varias capas de lana negra y cuero grueso curtido. Hacía demasiado frío, tanto para los hombres como para las bestias, pero allí estaban. Torció la boca y casi pudo notar cómo enrojecían de rabia los forúnculos que le cubrían las mejillas y el cuello.
 
«Tendría que estar a salvo en el Muro, cuidando de los condenados cuervos y encendiendo hogueras para el viejo maestre Aemon.» El bastardo Jon Nieve era quien le había quitado todo aquello; él y su amigo, el gordo de Sam Tarly. Por culpa de ellos estaba congelándose las pelotas con una jauría de sabuesos en lo más profundo del bosque Encantado.
 
—Por los siete infiernos. —Dio un feroz tirón a la traílla para que los perros le prestaran atención—. Buscad, cabrones. Esa huella es de un oso. ¿Queréis carne o no? ¡Encontradlo!
 
Pero los perros gimotearon y se limitaron a estrechar filas. Chett hizo chasquear el látigo corto sobre las cabezas de los animales, y la perra negra le enseñó los dientes.
 
—La carne de perro sabe tan bien como la de oso —la amenazó; el aliento se le congelaba a cada palabra.
 
Lark de las Hermanas estaba de pie con los brazos cruzados sobre el pecho y las manos metidas bajo las axilas. Llevaba guantes negros de lana, pero siempre se quejaba de que se le congelaban los dedos.
 
—Hace demasiado frío para cazar —dijo—. Que le den por culo a ese oso, no vale la pena que nos helemos por él.
 
—No podemos volver con las manos vacías, Lark —gruñó Paul el Pequeño a través del bigote castaño que le cubría casi toda la cara—. Al Lord Comandante no le va a hacer ninguna gracia.
 
Bajo la aplastada nariz de dogo del hombretón había hielo, allí donde se le congelaban los mocos. Una mano enorme, dentro de un grueso guante de piel, agarraba firmemente el asta de una lanza.
 
—Que le den por culo al Viejo Oso también —dijo el de las Hermanas, un hombre flaco de cara huesuda y ojos nerviosos—. Mormont estara muerto antes de que amanezca, ¿no lo recordáis? ¿A quién le importa lo que le haga gracia o se la deje de hacer?
 
Paul el Pequeño parpadeó con sus ojillos negros.
 
«Puede que se le haya olvidado», pensó Chett; era tan estúpido como para olvidarse de casi cualquier cosa.
 
—¿Por qué tenemos que matar al Viejo Oso? ¿Por qué no nos limitamos a irnos y lo dejamos en paz?
 
—¿Crees que él nos dejaría en paz? —preguntó Lark—. Nos daría caza. ¿Quieres que te den caza, cabeza de chorlito?
 
—No —dijo Paul el Pequeño—. No, eso no. No.
 
—Entonces, ¿lo matarás? —preguntó Lark.
 
—Sí. —El hombretón clavó el extremo del asta de la lanza en la orilla
congelada—. Lo mataré. No nos tiene que dar caza.
 
—Yo insisto en que tenemos que matar a todos los oficiales —dijo el de las Hermanas volviéndose hacia Chett y sacando las manos de las axilas.
 
—Ya lo hemos discutido —replicó Chett, que estaba harto de aquello—. El Viejo Oso tiene que morir, así como Blane de la Torre Sombría. Grubbs y Aethan, también; mala suerte que les haya tocado el turno de guardia; Dywen y Bannen, para que no nos persigan, y Ser Cerdi, para que no envíe cuervos. Eso es todo. Los mataremos en silencio mientras duermen. Un solo grito y seremos pasto para los gusanos, todos y cada uno de nosotros. —Tenía los forúnculos rojos por la ira—. Cumplid vuestra parte y ocupaos de que vuestros primos cumplan la suya. Y, Paul, a ver si se te mete en la cabeza: es la tercera guardia, no la segunda, no te olvides.
 
—La tercera guardia —dijo el hombretón a través del bigote y el moco congelado—. Piesligeros y yo. Me acuerdo, Chett.
 
Aquella noche no habría luna, y habían organizado las guardias para que ocho de sus cómplices estuvieran de centinelas, mientras otros dos custodiaban los caballos. Las circunstancias no podían ser mejores. Además, los salvajes iban a caerles encima cualquier día. Y antes de que llegara aquel momento, Chett tenía toda la intención de estar bien lejos de allí. Tenía la intención de vivir.
 
Trescientos Hermanos Juramentados de la Guardia de la Noche habían cabalgado hacia el norte, doscientos del Castillo Negro y ciento más de la Torre Sombría. Era la mayor expedición que se recordaba, casi la tercera parte de los efectivos de la Guardia. Su objetivo era encontrar a Ben Stark, a Ser Waymar Royce y a los demás exploradores que habían desaparecido, y descubrir el motivo por el que los salvajes estaban abandonando sus asentamientos. Y no se encontraban más cerca de Stark y Royce que cuando dejaron atrás el Muro, pero habían averiguado adónde se habían ido todos los salvajes: bien arriba, a las gélidas alturas de los Colmillos Helados, aquellas montañas dejadas de la mano de los dioses. Por Chett, se podían quedar allí hasta el final de los tiempos, que no se le reventaría ni un forúnculo.
 
Pero no. Habían iniciado el descenso. Por el curso del Agualechosa.
 
Chett levantó la vista y lo vio. Las orillas rocosas del río estaban cubiertas de hielo y sus aguas blancuzcas fluían inagotables desde los Colmillos Helados. Y Mance Rayder y sus salvajes seguían el mismo cauce. Thoren Smallwood había vuelto tres días atrás a galope tendido. Mientras informaba al Viejo Oso de lo que habían visto sus exploradores, uno de sus hombres, Kedge Ojoblanco, se lo contó a los demás.
 
—Están todavía en lo alto de las laderas —dijo Kedge mientras se calentaba las manos al fuego—, pero vienen. Harma Cabeza de Perro, esa ramera con la cara picada de viruelas, encabeza la vanguardia. Goady se acercó sigilosamente a su campamento y la vio junto a una hoguera. El tonto de Tumberjon quería abatirla de un flechazo, pero Smallwood tuvo más sentido común.
 
—¿Cuántos crees que son? —dijo Chett al tiempo que escupía en el suelo.
 
—Muchos, muchísimos. Veinte, treinta mil; te puedes imaginar que no nos quedamos allí para contarlos. Harma tenía unos quinientos en la vanguardia, todos a caballo.
 
Los hombres sentados en torno a la hoguera intercambiaron miradas de preocupación. Ya era muy raro encontrar a una docena de salvajes a caballo, así que a quinientos...
 
—Smallwood nos mandó a Bannen y a mí a rodear a la vanguardia para echar un vistazo al grueso de las fuerzas —prosiguió Kedge—. No tenían fin. Se mueven despacio, como un glaciar, una o dos leguas por día, y no parece que quieran regresar a sus aldeas. Más de la mitad eran mujeres y niños, y llevaban su ganado por delante: cabras, ovejas y hasta uros que tiran de trineos. Van cargados con pacas de pieles y tiras de carne, jaulas de pollos, mantequeras y ruecas para hilar, todas sus malditas pertenencias. Las mulas y los pequeños caballos de tiro llevan tanta carga que parece se les va a partir el espinazo; igual que a las mujeres.
 
—¿Y siguen el curso del Agualechosa? —preguntó Lark de las Hermanas.
 
—¿No te lo he dicho ya?
 
El Agualechosa los llevaría a las proximidades del Puño de los Primeros Hombres, el antiquísimo fuerte circular donde la Guardia de la Noche había montado su campamento. Cualquier persona con una pizca de sentido común se daría cuenta de que había llegado el momento de abandonar la misión y regresar al Muro. El Viejo Oso había reforzado el Puño con estacas, zanjas y espinos, pero aquello no serviría de nada con- tra semejante ejército. Si se quedaban allí, los engullirían y arrollarían.
 
Y Thoren Smallwood quería atacar. Donnel Colina el Suave era el escudero de Ser Mallador Locke, y la noche anterior, Smallwood había visitado la tienda de campaña de Locke. Ser Mallador opinaba lo mismo que el anciano Ser Ottyn Wythers e instaba a regresar al Muro, pero Smallwood quería convencerlo de lo contrario.
 
—Ese Rey-más-allá-del-Muro no nos buscará nunca tan al norte. —Aquello había dicho, según el relato de Donnel el Suave—. Y ese enorme ejército suyo no es más que una horda que se arrastra, llena de bocas inútiles que no saben por qué extremo se coge una espada. Solo con un golpe se les acabarían las ganas de pelear y huirían aullando a sus guaridas para quedarse allí los próximos cincuenta años.
 
«Trescientos contra treinta mil.» Para Chett, aquello era, sencillamente, una locura, y el hecho de que Ser Mallador se dejara convencer era una locura incluso mayor, y los dos juntos estaban a punto de convencer al Viejo Oso.
 
—Si esperamos demasiado, podemos perder esta oportunidad; quizá no se nos vuelva a presentar —le decía Smallwood a todo el que quisiera oírlo.
 
—Somos el escudo que protege los reinos de los hombres —objetaba Ser Ottyn Wyther—. No se tira el escudo sin una buena razón.
 
—En un combate a espada —replicaba Thoren Smallwood—, la mejor defensa es la estocada rápida que aniquila al enemigo; no encogerse tras un escudo.
 
Sin embargo, el mando no estaba en manos de Smallwood ni de Wythers. El comandante era Lord Mormont, que esperaba a sus otros exploradores: a Jarman Buckwell y los hombres que habían ascendido por la Escalera del Gigante, y a Qhorin Mediamano y Jon Nieve, que habían ido a tantear el Paso Aullante. Sin embargo, Buckwell y Mediamano tardaban en regresar.
 
«Lo más probable es que estén muertos. —Chett se imaginó a Jon Nieve tirado en la cima de una montaña, azul y congelado, con la lanza de un salvaje clavada en su culo de bastardo. La idea lo hizo sonreír—. Espero que también hayan matado a su lobo de mierda.»

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